La pandemia de la COVID-19 ha hecho patente que no basta con tener un techo para guarecerse, sino que, además, se necesita que sea adecuado para realizar en su interior las actividades que, en un evento como el confinamiento voluntario, no estaban contempladas originalmente en la elección y arreglo del espacio. Esta crisis es una oportunidad para evaluar la complejidad del derecho a la vivienda adecuada, su importancia generalizada y las necesidades de ciertos grupos para evitar revictimizaciones a causa de la discriminación.
La COVID-19 ha revelado desigualdades previamente constituidas que han generado afectaciones diferenciadas en la manera de experimentar la pandemia, en particular en los grupos históricamente discriminados. Entre otros motivos, porque las personas que los integran tienen más probabilidades de padecer las formas más graves de la enfermedad por sus características y dinámicas sociales; pero también porque son ellas quienes, al recluirse para mantener el distanciamiento social, se han hallado en viviendas que no resultan seguras ni aptas para la satisfacción de las necesidades de las y los integrantes de las familias. Así, la pandemia se instaló en México en medio de una pronunciada desigualdad en la manera de ejercer adecuadamente el derecho a la vivienda y, por lo mismo, ha acentuado la importancia de imaginar y materializar, en el futuro próximo, las condiciones para atenuar esta situación.
El propósito de este texto es utilizar el derecho a la no discriminación como dispositivo teórico para analizar de manera general las características de lo que sería una vivienda inclusiva, segura y apta para la convivencia armónica en el contexto de la pandemia por la COVID-19 u otras emergencias sanitarias similares. Para ello, en primer lugar, mostraré la importancia del paradigma de los derechos humanos —en específico el que se refiere a la no discriminación—, con el objetivo de lograr la tarea fundamental que Amartya Sen identifica como responsabilidad de los Estados en contextos de riesgo: evitar que los desastres naturales se conviertan en catástrofes sociales. Después analizaré algunas de las afectaciones al derecho a la vivienda que se han visibilizado en México durante la pandemia, desde la perspectiva que aporta el reconocimiento del carácter estructural de la discriminación, depositada sobre ciertas personas y grupos. Finalmente ofreceré una propuesta de lo que implica el derecho a la vivienda adecuada y una vivienda inclusiva para la época de la COVID-19; un período que parece se extenderá de manera indefinida hasta que no exista una vacuna o tratamiento universalmente disponibles.
No discriminación, desastres naturales y catástrofes sociales
A lo largo de su obra, Amartya Sen se ha interesado por las condiciones sociales y políticas que permiten, en el largo plazo, la continuidad de los regímenes democráticos (2003). Sen es originario de India, uno de los países con mayores riquezas naturales y capital humano, pero también con grandes estratificaciones sociales asentadas tanto en la tradición como en su herencia colonial. En su trabajo académico, Sen se ha preguntado con frecuencia acerca de las razones que permiten que una sociedad observe a la democracia como una forma de gobierno que vale la pena apoyar, incluso si sus instituciones son imperfectas y muy gradualmente van elevando la calidad de vida de la ciudadanía. Su respuesta, articulada más o menos desde inicios del siglo XXI, es que la democracia es el único régimen de gobierno capaz de proteger a las personas frente a contingencias naturales y sociales, dado su compromiso con la participación igualitaria, la promoción de un pensamiento crítico y la centralidad que otorga a los derechos humanos como vía de acceso a la justicia (Sen, 2005: 148-151). Participar políticamente y pensar el interés común más allá de la tradición y los prejuicios implica, de acuerdo con el economista indio, que las personas tengamos condiciones de vida estables y que no cedamos a la tentación de pensar que tanto las desigualdades como las violencias son naturales o, incluso, merecidas (2007). En esta tarea y en contextos de inestabilidad, los derechos humanos son también el medio para restaurar mínimos vitales que se pueden perder por causas ajenas al control humano (Sen, 2009: 355-387).
En Desarrollo y libertad (2000), Amartya Sen establece una distinción fundamental para evaluar la manera en que un Estado responde a contingencias como sismos, huracanes o, también, pandemias. Por una parte, si existe la institucionalidad de protección civil, redistribución de bienes básicos y garantía de servicios fundamentales como salud y educación, entonces estamos frente a una democracia que puede contener las consecuencias previsibles para los grupos sociales menos aventajados de los fenómenos naturales imprevisibles. Por la otra, si no existe dicha institucionalidad y las personas no tienen la certeza sobre cómo reaccionar, o acerca de si sus derechos serán protegidos durante y después de la emergencia, los desastres naturales devienen en catástrofes sociales. “La desigualdad desempeña un importante papel en el desarrollo de las hambrunas y otras graves crisis. De hecho, la ausencia de democracia es en sí misma una desigualdad, en este caso de derechos y poderes políticos” (Sen, 2000: 203).
Para Sen, la diferencia entre los Estados que protegen a su población en contextos de desastre natural y los que no lo hacen tiene que ver, incluso, con la mirada compleja que se tiene sobre la agencia y capacidades de las personas. No sólo se trata de que existan libertades formalmente garantizadas y de que los servicios básicos continúen operando durante la emergencia, sino sobre todo de que los gobiernos intervengan cuando existen contextos previos de desigualdad desde los que cada persona hace uso de dichas libertades y servicios. Por ejemplo, las mujeres que son jefas de familia podrían experimentar dificultades para mantener sus empleos y procurar alimento a sus familias; las personas con discapacidad podrían tener dificultades para transitar por espacios que siempre han habitado, pero que han experimentado cambios físicos por temblores o el establecimiento de albergues temporales; o niñas y niños podrían ver interrumpida su asistencia a la escuela o ser obligados a adoptar modalidades de educación a distancia que sus familias podrían no estar preparadas para resolver en casa. Así, para Amartya Sen sólo los Estados democráticos constituyen redes de protección institucional en cuyo contexto las personas pueden amortiguar las afectaciones a sus libertades y su capacidad de hacer un uso efectivo de ellas, con independencia de sus características identitarias o adscripciones grupales.
Una de las medidas para evitar enfermar de la COVID-19 es el lavado frecuente de manos y la sanitización constante de los espacios comunes.
Ambas acciones implican contar de manera permanente con la cantidad de agua suficiente.
Evitar que los desastres naturales devengan catástrofes sociales es “una importante parte del proceso de desarrollo concebido como libertad, pues implica la mejora de la seguridad y de la protección de que disfrutan los ciudadanos. La conexión es tanto constitutiva como instrumental” (Sen, 2000: 231). Así, y de acuerdo con Sen, los Estados democráticos asumen un fuerte compromiso con los derechos humanos, porque constituyen un catálogo de protecciones relacionadas con el valor absoluto e innegociable de la dignidad de la persona, mismas que se van precisando en contextos particulares de desigualdad y riesgo, como los que definen los desastres naturales. Incluso si los derechos no se han realizado de manera completa, y frecuentemente se use la crítica sobre que éstos no han podido evitar catástrofes sociales en el pasado, su valor como aspiraciones éticas universales que requieren cambios institucionales permanece como orientación para la política real. Por eso, los derechos humanos pueden motivar diferentes vías para la acción, “desde la legislación e implementación de leyes adecuadas hasta la promoción de la solidaridad entre personas y la protesta pública contra las violaciones a esos mismos derechos” (Sen, 2009: 366; la traducción es mía).
De entre estos derechos, el que se refiere a la no discriminación se ha constituido como central en el paradigma garantista contemporáneo. En este sentido, la experiencia histórica de atrocidades y exclusiones depositadas durante el siglo XX sobre grupos delimitados por la etnia, la cultura, la religión, la opinión política u otras características seleccionadas arbitrariamente, mostró que, en la modernidad, la universalidad de los derechos humanos quedó vinculada con la ciudadanía. Así, la titularidad de derechos se condicionó a ser reconocida la persona como integrante plena, en algunas ocasiones por nacimiento, de la comunidad (Bobbio, 1991: 37-52).
Por esta razón, la construcción del Sistema de Naciones Unidas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial colocó al derecho a la no discriminación como el elemento fundacional en la redefinición del paradigma de los derechos humanos para el mundo contemporáneo. De hecho, el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 señala que todas las personas tienen, sin distinciones arbitrarias, el derecho a un nivel de vida adecuado, tanto para ella como para su familia, incluyendo la alimentación, el vestido, la asistencia médica, la vivienda y el acceso a seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otras situaciones que les impidan tener medios de subsistencia y que resulten ajenas a su voluntad (Bobbio, 1991: 47-52). Con frecuencia, este principio ha sido invocado para recordar a los Estados la importancia de proteger sin discriminación a las personas en contextos que afectan su calidad de vida y seguridad humana de manera superlativa, como los desastres naturales y las catástrofes sociales. Es decir, se reconoce que el derecho a la no discriminación se vuelve una herramienta fundamental en esta tarea, pues no todas las personas experimentan estas afectaciones de la misma forma ni cuentan con los mismos recursos para remontarlas (Hernández, 2019).
En el orden internacional, reflejado e incorporado en la normatividad mexicana, el derecho a la no discriminación consta de dos elementos. El primero, alineado con la idea de igualdad formal, lo caracteriza como el derecho a recibir un trato homogéneo y sin distinciones por parte de las leyes y las instituciones; mientras que el segundo, vinculado con la noción de igualdad sustantiva, y de manera complementaria, lo define como el derecho a recibir un tratamiento diferenciado con fines incluyentes e, incluso, compensaciones por el historial acumulado de discriminaciones inmerecidas (Rodríguez, 2006: 28-30).
Así, el derecho a la no discriminación se desdobla en un enfoque igualitario que implica despejar de obstáculos literales, simbólicos y actitudinales para que todas las personas puedan acceder en igualdad de circunstancias a los mismos derechos y oportunidades; y también en un enfoque diferencial para reconocer los contextos particulares de desigualdad y plantear las medidas de nivelación, inclusión y acciones afirmativas necesarias para revertir la desigualdad históricamente acumulada sobre sectores específicos. Ambos enfoques permiten lidiar con una discriminación que ahora se reconoce como estructural, porque se fundamenta en un sistema de relaciones de subordinación previamente constituido al nacimiento de la persona; se acumula a lo largo del curso de la vida e intergeneracionalmente; y, además, porque traslada las dificultades para acceder a derechos y oportunidades de un subsistema social (por ejemplo, el que define el derecho a la educación) a otro (como el empleo) (Solís, 2017: 33-38).
No es posible reconstruir aquí la riqueza de este enfoque igualitario y diferencial que posibilita la perspectiva de no discriminación. Baste con señalar algunas de sus consecuencias para la lectura de las diversas maneras en que los grupos históricamente discriminados han experimentado afectaciones a su derecho a la vivienda como consecuencia de la pandemia de la COVID-19 en México (Conapred, 2020) y, por tanto, porque el derecho a la no discriminación es fundamental para evitar, como quiere Sen, que los desastres naturales se vuelvan catástrofes sociales.
El derecho a la vivienda y la pandemia de la COVID-19
El pasado 27 de febrero se detectó el primer caso de una persona portadora del virus SARS-CoV-2 en territorio nacional, casi dos meses después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la emergencia de pandemia. El consenso de la comunidad científica internacional, desde ese momento, fue que se trataba de un virus altamente contagioso; transmitido incluso en ausencia de síntomas; que genera afecciones en el sistema respiratorio; y que podía ser fatal en el caso de personas mayores, mujeres embarazadas o con alguna condición de salud crónica como obesidad, diabetes, insuficiencia renal o enfermedades cardiovasculares. Por eso se recomendó el distanciamiento social como la principal medida para mitigar la transmisión (Ramos, 2020). Esto ha significado un trastocamiento en la forma de vida de la población a nivel mundial con efectos económicos, políticos y psicosociales que apenas estamos empezando a calibrar. Quizá el más tangible sea la migración de la mayor parte de las actividades laborales, educativas y recreativas a los hogares, así como la urgencia de adaptar estos espacios para la convivencia de personas con distintas características y necesidades (ONU, 2020). Esto en el entendido de que, en países como México, con economías precarias y un gran sector de la población trabajando de manera informal y sin salario ni seguridad social permanentes, quedarse en casa y protegerse del contagio representan un privilegio (Martínez, Torres y Orozco, 2020).
Las casas han integrado dinámicas de sanitización e higiene para mantenerse como espacios seguros, tales como la desinfección de objetos de uso común, vigilancia de síntomas posibles de la enfermedad y distanciamiento social de las personas de la comunidad inmediata
Entonces, ¿cómo hacer para que el derecho a una vivienda adecuada se pueda ejercer sin discriminación en el contexto de la pandemia? Los elementos estructurales de este derecho, de acuerdo con las Observaciones General Número 4 (ONU, 1991) y la General Número 7 (ONU, 1997) del Comité de las Naciones Unidas de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, son, por una parte, libertades, y, por el otro, vínculos con otros derechos. En este sentido, el derecho a la vivienda adecuada se compone de la protección contra el desalojo forzado y la destrucción arbitraria del hogar; la protección frente a la interferencia arbitraria en el hogar, la privacidad y la familia; y la posibilidad de elegir el lugar de residencia, su constitución, circular adecuadamente por la vivienda y el entorno, así como desarrollar en este espacio las actividades que promuevan la calidad de vida y la seguridad humana. El derecho a la vivienda también implica otros derechos como la tenencia de la propiedad, poder reclamarla y ser restituida la persona frente a despojos o cuestionamientos de su titularidad, acceder a ella y habitarla sin discriminación, y la prerrogativa de participar en las decisiones comunitarias, nacionales e internacionales que la pueden afectar (ONU Hábitat, 2020).
Como puede apreciarse, el derecho a la vivienda adecuada no sólo se refiere a la infraestructura y su funcionalidad, sino que implica visualizarla como el espacio complejo en el que la persona, su familia y comunidades deberían poder interactuar y desarrollar actividades tanto de autocuidado como de cuidado de las y los demás, con dignidad, libertad, autonomía y privacidad. Con frecuencia, el derecho a la vivienda se reduce a la obligación de los países a habilitar planes para la construcción de casas de interés social, a bajo costo o que permitan la rehabilitación y recuperación de espacios públicos y comunes antes precarizados o privatizados. No obstante, y frente a lo que el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha calificado como la peor crisis en materia de vivienda de la historia—por su conversión en motivo de especulación financiera que acentúa las desigualdades—, se plantean responsabilidades públicas para que, sobre todo, se generen las capacidades de agencia y mecanismos para la expresión de la voluntad que permitan a las personas mejorar las casas que ya existen, incluso si eso significa contener y regular la injerencia de los poderes fácticos (ONU, 2020a).
La pandemia del COVID-19 ha hecho patente que no sólo se necesita tener un techo para guarecerse, sino que debe ser adecuado también para las actividades que la persona podría verse obligada a desarrollar en casa y que no estaban contempladas al momento de elegir y organizar originalmente el espacio. El distanciamiento social ha convertido a la casa en el ámbito único donde se habita, descansa, trabaja, se brinda y recibe educación, se realiza ejercicio físico, se accede a bienes culturales, se procura apoyo y cuidado a quienes lo necesitan (por su edad, condición de salud o discapacidad) y se cultivan a la distancia los vínculos familiares y afectivos, entre otras funciones relevantes. “La vivienda se ha convertido en la primera línea de defensa contra el coronavirus. Tener un hogar, ahora más que nunca, es una situación de vida o muerte”, afirmó en marzo de 2020 Leilani Farha, relatora especial de Naciones Unidas sobre el derecho a una vivienda adecuada (ONU, 2020b). Como ocurre con otras coyunturas políticas y sociales, la pandemia de la COVID-19 es una oportunidad para evaluar la complejidad del derecho a la vivienda adecuada, su importancia generalizada y las necesidades de ciertos grupos para evitar revictimizaciones a causa de la discriminación.
La precariedad que define a este derecho en el mundo contemporáneo se contextualiza no sólo por la pobreza o las fluctuaciones del mercado inmobiliario que únicamente benefician a los grandes inversores, sino sobre todo por la reducción del derecho a la vivienda a un servicio que estratifica su acceso en condiciones dignas, seguras e igualitarias. La gentrificación, la disminución de la inversión pública en vivienda armónica con el entorno, la ausencia de infraestructura que favorezca la movilidad, la especulación financiera, la corrupción y la falta de regulaciones óptimas en relación con el suelo, los megaproyectos o la protección de las dinámicas comunitarias son todos fenómenos previos a la pandemia que han dificultado aún más la posesión de una vivienda adecuada para los retos que genera la época de la COVID-19 (Cole et al., 2020).
A continuación, se enlistan, de manera no exhaustiva, algunos de los contextos de discriminación particulares que ahora afectan el derecho a la vivienda:
- No toda la información sobre la naturaleza de la enfermedad, formas de contagio, medidas de prevención y opciones de tratamiento médico se ha ofrecido en formatos accesibles para personas con discapacidad (interpretación en lengua de señas mexicana, subtitulado electrónico de mensajes videográficos, versiones de lectura fácil o en sistema braille) ni con pertinencia cultural (con traducción a lenguas indígenas y adaptada a las cosmovisiones y dinámicas de integración de los pueblos originarios). La consecuencia es que en una misma casa podrían convivir personas que no cuentan con toda la información para cuidarse a ellas mismas y a las otras personas en caso de contagio o enfermedad.
- Por un tiempo indeterminado se ha obligado a la mayoría de las personas con trabajos formales a realizarlos por vía remota desde la vivienda, sin verificar la disponibilidad o habilitar este espacio por parte de quienes les emplean, con acceso a internet y otras condiciones que faciliten el desarrollo de estas actividades sin distracciones o que permitan la conciliación de la vida laboral y la vida familiar. El resultado es que la casa se ha vuelto un espacio donde las personas tienen que trabajar y, por ello, se han visto obligadas a adecuarlo con sus propios medios, incluso ocupando habitaciones o mobiliario que originalmente estaban destinados a otras funciones o al uso común.
- También por un período impreciso, la educación se ha desplazado a la casa con apoyo de la conectividad a internet, los recursos de la educación a distancia y, en general, de las tecnologías de información y comunicación. Personas de todas las edades, niveles educativos diversos y necesidades de capacitación para el trabajo han tenido que adecuar habitaciones destinadas al descanso, convivencia o recreación para no verse forzadas a interrumpir su formación. Aquí de nuevo aparecen las estratificaciones: dado que no hay un acceso a internet generalizado respaldado por el Estado y dado que la vivienda se ha reducido a la infraestructura mínima, tendrán mejores resultados educativos las familias que puedan asumir los costos y adaptar este espacio común a las necesidades de quienes lo comparten.
- Las casas han integrado dinámicas de sanitización e higiene para mantenerse como espacios seguros, tales como la desinfección de objetos de uso común, vigilancia de síntomas posibles de la enfermedad y distanciamiento social de las personas de la comunidad inmediata. Más aún, cuando una persona debe aislarse por sospecha, confirmación de estatus de portador o desarrollo de la COVID-19, se han tenido que encontrar maneras de que esto no afecte al resto de habitantes. No obstante, la realidad es que, en la mayoría de las casas en México, no hay disponibilidad de un baño que pueda usar exclusivamente la persona que debe aislarse o una habitación en la que pueda evitar la interacción con otras y otros. El resultado es que, por más que sus integrantes adopten medidas de autocuidado e higiene, la falta de una vivienda adecuada para el cuidado de la salud constituye un riesgo común.
A propósito de la accesibilidad
Antes de avanzar, conviene señalar de manera breve la importancia que la pandemia de la COVID-19 ha revelado acerca de la accesibilidad como elemento fundamental de la vivienda inclusiva y asequible sin discriminación. Se trata de un término que la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad ha definido, en su artículo 9, como el derecho de todas las personas a acceder y utilizar en igualdad de condiciones el entorno físico, el transporte, la información y las comunicaciones, incluidas las tecnologías para estos propósitos. Como ha señalado Christian Courtis, probablemente es uno de los derechos —junto con el derecho a la vida independiente y la inclusión en la comunidad— que surge en el contexto del modelo social de la discapacidad, dirigido específicamente a proteger a esta población, pero que tiene implicaciones para todas las personas que deben poder vivir en un mundo y en viviendas que se adapten a sus necesidades y corporalidades (Courtis, 2007).
El ejercicio de este derecho implicaría la identificación de aquellos obstáculos y barreras, de tipo literal y metafórico, que excluyen la presencia y la proximidad de las personas con discapacidad respecto de bienes primarios como los que se refieren a la salud, la educación, el empleo, la seguridad social o la procuración de justicia o, en este caso, la vivienda. Por eso resultan fundamentales los recursos como rampas, elevadores, barandales y espacios reservados para personas con discapacidad motriz, el sistema braille y la traducción al lenguaje de señas mexicano que benefician a las personas ciegas y sordas, o las versiones en lectura fácil que sirven de apoyo a las personas con discapacidad intelectual.
En este sentido, el derecho a la accesibilidad beneficia a las personas con discapacidad permanente, pero también a las personas con discapacidades temporales, a las personas mayores, a las mujeres embarazadas o con hijos pequeños que requieren apoyos de movilidad. La mayoría de estos recursos se han descubierto como necesarios ahora que personas con distintas necesidades en relación con la movilidad, sensorialidad e intelección pasan tanto tiempo en la misma vivienda. En consecuencia, la pandemia es una coyuntura que reafirmaría a la accesibilidad como eje de la política pública que busca acortar las brechas de desigualdad en materia de vivienda y entre los grupos históricamente discriminados
- La discriminación y violencia por género se ha acentuado como consecuencia del confinamiento. Históricamente, las mujeres han asumido las tareas de cuidado y apoyo hacia niñas y niños, personas con discapacidades temporales o permanentes, personas mayores o con condiciones de salud particulares. Dada la complejidad de todas las actividades que el día de hoy realizamos en casa, incluso de manera no consciente ni deliberada, se podría añadir una triple y hasta cuádruple jornada laboral sobre ellas.
- La pandemia ha significado una revolución para el mundo del trabajo, generando afectaciones mayores a los derechos laborales en vista de la puesta en suspenso de la gran mayoría de las actividades económicas. Muchas personas han perdido sus empleos, disminuido sus ingresos, visto cambiados sus regímenes de contratación o perdido las inversiones en negocios pequeños y medianos. Esto se ha enlazado con la crisis de la vivienda, porque esas mismas personas han dejado de pagar sus rentas, sus hipotecas o, incluso, se han visto forzadas a abandonar sus casas o mudarse a localizaciones más modestas o con familiares. Aún no es posible cuantificar la magnitud de los desalojos forzados y las personas que terminarán en situación de calle, pero por el momento son diversos los movimientos de personas que se están organizando para promover medidas legislativas que les permitan conservar sus casas en ausencia de ingresos para costearlas (Helfand, 2020).
El espacio no es un vacío. Está siempre lleno de políticas, ideologías y otras fuerzas que dan forma a nuestras vidas y que nos retan a comprometernos en la lucha por la geografía
- Una de las medidas fundamentales para evitar enfermar de la COVID-19 es el lavado frecuente de manos y la sanitización constante de los espacios comunes. Ambas acciones implican contar de manera permanente con la cantidad de agua suficiente. Hay una relación intrínseca entre el derecho a la vivienda y el derecho al agua, dado que una infraestructura adecuada permite que este líquido llegue de forma constante y tenga las características de salubridad adecuadas para los diversos usos. Las casas en zonas urbanas populosas, en ámbitos rurales precarizados o en asentamientos irregulares no sólo podrían no contar con flujo constante de agua, sino incluso carecer de conexión a las vías de suministro. Con ello, en las viviendas los contagios podrían diseminarse en vez de frenarse.
- Todavía en el siglo pasado se consideraba que las casas deberían incluir espacios particulares o comunes para la recreación, la cultura y el esparcimiento. Así, por ejemplo, hasta la década de 1970 en México, muchas unidades habitacionales construidas por el Estado incluían tanto la materialización de patios interiores o jardines donde las familias podían tener pequeños huertos, exponerse al sol y al aire fresco, así como desarrollar deporte y actividades lúdicas en general. También se habilitaban zonas próximas de uso común, áreas verdes, foros al aire libre o bibliotecas públicas (Sánchez, 2012). Esta tendencia se ha interrumpido y la precarización de la vivienda la ha reducido a sus utilidades mínimas; por ello, el derecho a la recreación, cultura y esparcimiento se ha rebajado —como otros derechos sociales— a servicios opcionales supeditados a la posesión de recursos para pagarlos. Ahora que las y los integrantes de la familia están confinados en casa, estos recursos serían de importancia superlativa para contribuir a la salud física y mental de sus integrantes.
Características de la vivienda inclusiva
Las siguientes son algunas de las que considero las principales características de una vivienda inclusiva, apta para la protección de la salud frente a crisis sanitarias que amenazan con convertirse en sello de nuestra cotidianidad:
- Puede ser considerada por todas y todos sus habitantes como el espacio para la coexistencia, el desarrollo de sus identidades y el fortalecimiento de su sentido de la autonomía y la cooperación para el autocuidado y el cuidado de la salud de las otras personas.
- Permite que las personas se protejan de las posibles afectaciones a su calidad de vida y seguridad humana originadas en el exterior, pero también posibilita que las interacciones cotidianas se realicen libres de violencia y discriminación, incluso por períodos prolongados de confinamiento. Esto implica que debe contar con espacios comunes para facilitar el diálogo y zonas particulares donde cada una o uno pueda reservar su intimidad, lo cual desafía la lógica de la vivienda precaria y reducida a mínimos vitales, o la amenaza de los desalojos forzados.
- Toma en cuenta las opiniones de todas y todos para organizar la distribución del espacio, las tareas cotidianas —que pueden incluir cuidado y apoyo para ciertas personas— y aquellas emergentes, relacionadas con la protección común de la salud, lo que puede implicar cambios en las rutinas individuales y colectivas, siempre permitiendo la libre expresión de las opiniones de quienes allí viven. Esto significa evitar, al interior, prejuicios y actitudes como la misoginia, el adultocentrismo, la homofobia, el clasismo o el racismo.
- Está adecuadamente integrada con el entorno. No representa riesgos por su ubicación, protege a sus habitantes de los desalojos forzados y permite que las personas que la habitan realicen de manera sencilla las tareas que conllevan interactuar con otras y otros en el entorno cercano, tales como adquirir bienes esenciales, acceder a servicios médicos o escuelas, sin dificultades ni la necesidad de apartarse mucho de la casa.
- Cuenta con la infraestructura necesaria para garantizar de manera permanente el derecho al agua potable y, en consecuencia, la higiene y sanitización del espacio común. También cuenta con las facilidades para que la casa esté conectada al drenaje y se tenga la posibilidad de disponer de los desechos orgánicos e inorgánicos de manera regular y segura (OMS y Unicef, 2020).
- Permite que, en caso de requerirse, las personas puedan continuar desarrollando sus trabajos a distancia, manufacturando productos o brindando servicios, de tal forma que no se interrumpa la percepción de ingresos. Esto implica proveer a la vivienda de conectividad a internet y de la posibilidad de adaptar el entorno de tal forma que se pueda conciliar la vida familiar y la vida laboral, evitando que los gastos para estos propósitos tengan que ser absorbidos totalmente por las familias sin apoyo del Estado o las y los empleadores (OIT, 2020).
- Cuenta con espacios adecuados para el acceso de las personas al juego, ejercicio, recreación y bienes culturales, de manera particular para niñas, niños y jóvenes. Conlleva observar a los derechos a la recreación y la cultura como derechos sin más, fundamentales para la conservación de la salud física y mental de quienes podrían convivir durante tiempos prolongados por el confinamiento.
- Responde a las necesidades de las personas en contextos de movilidad humana, como migrantes y personas desplazadas, tanto de manera voluntaria como forzada, quienes podrían no estar familiarizadas con el entorno, la cultura o la lengua local. Esto implica visualizar a la vivienda como un derecho universal que no debe ser restringido por causa del nacimiento, los documentos de identidad o la ciudadanía, y del cual la persona es titular bajo cualquier circunstancia.
Hacia una vivienda inclusiva para y después de la contingencia por la COVID-19
Como señaló el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas a inicios de 2020, el principal obstáculo para garantizar el acceso a la vivienda adecuada no radica en el marco normativo, ya que la mayoría de Estados han incorporado la visión compleja de este derecho, articulado por libertades individuales y por la relación con otros derechos. Más bien, los obstáculos se encuentran en la inexistencia de medidas positivas dirigidas a acortar la brecha entre dicho estándar normativo y los contextos reales de desigualdad que definen las posiciones de los grupos históricamente discriminados (ONU, 2020a). Por esta razón, el derecho a la no discriminación se convierte en una herramienta para lograr el acceso de todas las personas a la vivienda en condiciones dignas, seguras y armónicas, tanto con sus formas de vida como con las dinámicas comunitarias, sobre todo cuando éstas han sido puestas en crisis por desastres naturales que amenazan con convertirse en catástrofes sociales.
Es mi intuición que el doble enfoque igualitario y diferencial que hace posible la perspectiva antidiscriminatoria permita proponer una reformulación del derecho a la vivienda adecuada, tanto para la época de la COVID-19 como para después, que lo caracterice de la siguiente manera:
- como el derecho de toda persona a contar de manera permanente con un espacio digno, seguro y libre de discriminación; que sea expresión de su voluntad, para vivir protegida de interferencias arbitrarias, tanto sociales como naturales; en donde pueda desarrollar su plan de vida buena, tanto ella como su familia; donde se pueda ejercer el conjunto de sus derechos y continuar con la mayor parte de sus actividades esenciales en el contexto de crisis sanitarias de larga duración.
Esta definición obliga a pensar el significado de una vivienda universalmente inclusiva que no existía antes de la pandemia, y que el conjunto de los países y sociedades deberían visualizar como respuesta para enfrentar esta crisis sanitaria y otras futuras.
No hay que perder de vista que, como ha señalado de manera constante la comunidad científica, el SARS-CoV-2 es un tipo de coronavirus de transmisión zoonótica, es decir, que mutó hasta poder alojarse en organismos humanos distintos de los animales en donde originalmente se encontraba, y que estas mutaciones están condicionadas por la cada vez mayor intrusión de las actividades humanas en zonas naturales donde estos animales vivían sin interacción previa (Carrillo-Ávila, 2020). Una vivienda inclusiva, por tanto, no puede ser ajena al desarrollo sustentable, la protección de los diversos ecosistemas y la garantía de los derechos ambientales sin discriminación.
Conclusión
En los últimos años, la idea de la justicia espacial se ha incorporado a la discusión acerca de los derechos humanos, sobre todo a partir de la obra del geógrafo Edward Soja (2014). Se trata de un término que llama la atención sobre la dimensión física, material y geográfica de las interacciones de las personas para poder calificar a una sociedad como justa o no. Es decir que, para poder afirmar que, en efecto, todas y todos pueden acceder sin discriminación a los derechos y oportunidades, el espacio que ellas comparten debe ordenarse de manera literal
y simbólica de acuerdo con una idea de justicia, que distribuya los derechos y oportunidades de manera igualitaria, a partir de un posicionamiento crítico respecto de los privilegios y subordinaciones previamente existentes y que no resultan naturales, racionales, proporcionales ni objetivos. Como ha señalado Soja, el “espacio no es un vacío. Está siempre lleno de políticas, ideologías y otras fuerzas que dan forma a nuestras vidas y que nos retan a comprometernos en la lucha por la geografía” (2014: 52). En este sentido, es la perspectiva de no discriminación la que revela el carácter estructural de la desigualdad y, por lo tanto, su arbitrariedad y reversibilidad. Precisamente en el marco de la discusión sobre la justicia espacial es que se han revisado las condiciones que facilitan o dificultan la movilidad, el acceso a bienes y servicios, la infraestructura, el suministro de agua, la posibilidad de apropiarse del entorno y modificarlo de forma armónica con la naturaleza y la comunidad, así como la localización, características e integración de la vivienda. En este sentido, pensar las características de una vivienda inclusiva, que permita a todas y todos los integrantes de la familia acceder a los derechos y oportunidades, tanto durante como después de la época de la COVID-19, sin discriminación, es un capítulo necesario de la justicia espacial. La crisis sanitaria actual está lejos de concluir en el horizonte cercano y, en el futuro abstracto, estos episodios podrían convertirse en la regularidad dada la falta de armonía entre las actividades humanas y el entorno natural. Por ello más nos valdría asumir de manera seria y corresponsable la discusión pública y la creación de institucionalidad necesarias para que la vivienda que hoy se construye y adecua a las nuevas demandas de la sociedad sea apta para el próximo período de confinamiento prolongado.
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Notas
- La pandemia de nuevo nos enfrenta con la inexistencia y urgencia de políticas de cuidado y apoyo respaldadas por el Estado, que eviten que la responsabilidad por estas actividades recaiga exclusivamente en las mujeres. No hay que olvidar que, aunque el día de hoy pasamos más tiempo en casa que antes y hemos descubierto la complejidad de estas tareas, este panorama es permanente para muchas personas con discapacidad, mayores, con condiciones de salud críticas o con niñas y niños a su cargo (OEA, 2020).