Dos casos paradigmáticos de periurbanización sirven para mostrar los cambios socioculturales en poblaciones rurales acaecidos en las últimas tres décadas, consecuencia de la enajenación de la propiedad del suelo. Junto a las afectaciones medioambientales —en gran medida relacionadas a la explotación de los acuíferos locales y a la vocación agraria de la comunidad— existen afectaciones identitarias aún no consideradas.
En México, las políticas públicas de desarrollo urbano han primado sobre la transformación del entorno natural y rural de nuestras metrópolis. La desaforada construcción de desarrollos urbanos en las últimas dos décadas dejó un balance desastroso, manifiesto en la tasa de vivienda social abandonada, ya sea por endeudamientos insostenibles, o bien, por las malas condiciones de vida ofrecidas por estos nuevos residenciales.
El antecedente causal de esta situación se encuentra en los cambios legales inducidos por los gobiernos neoliberales en la pasada década de los noventa: reformas al artículo 27 constitucional, a la Ley Agraria, a la Ley de Asentamientos Humanos, así como a programas de certificación del suelo de uso social. Sin suponer una novedad, estos renovados recursos jurídicos aceleraron la urbanización irracional (por lo antieconómica) de amplias extensiones de suelo rural de uso social (es decir, de ejidos y tierras comunales) en beneficio del capital financiero y de empresas constructoras e inmobiliarias. Como descubriremos más adelante, el beneficio para las poblaciones campiranas fue relativo, o incluso, nulo.
Propiedad social y propiedad mercantil
Las dos décadas del desarrollismo inmobiliario deben comprenderse desde la reforma constitucional de 1992. La intención profunda de esta reforma fue allanar el piso legal para la mercantilización masiva del suelo rústico. Obviamente, un gran negocio que, entre otros cambios, implicó un giro radical en la concepción del suelo como hogar y territorio para la población rural, especialmente aquella dedicada a las tareas campesinas. Sin embargo, antes de extenderme en esta cuestión, será necesario revisar una parte del estado del arte sociológico sobre el alcance y las consecuencias sociales del giro mercantilista en el período 1992-2018.
Los artículos de investigación existentes se concentran en dos áreas metropolitanas con el fin de evaluar la implementación del mecanismo concatenado de compraventa de suelo ejidal y comunal, cambio de uso del suelo, hiperdesarrollo habitacional orientado al interés social o al sector residencial de medio y alto estatus social, y la periurbanización problemática. Tanto la zona metropolitana de Guadalajara como la de la Ciudad de México coinciden en esta secuencia de transformación socioterritorial, aunque ostentan diferencias en las respuestas de la población rural involucrada.
En el año 2000, la zona metropolitana de Guadalajara abarcaba cuatro municipios. Su mancha urbana era de 35 528 hectáreas y el suelo de uso social (ejidal y comunal) se extendía por casi 61 000 hectáreas (Jiménez y Ayala, 2015, p. 107). Además, la población rural, repartida en más de 50 núcleos agrarios, integraba varias comunidades indígenas. Aunque la urbanización precedente superó los obstáculos legales valiéndose de recursos como la permuta o la expropiación ejidal y comunal bajo el argumento del interés público, la instrumentación del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (Procede) y del Programa de Certificación de Bienes Comunales (Prodecom) ejecutó la privatización del campo explícita en la citada reforma constitucional (López Amaro, 2009, pp. 9-10).
Sin embargo, junto a permutas y expropiaciones, y en sintonía nacional, un tercer fenómeno de acción política y social generó En el año 2000, la zona metropolitana de Guadalajara abarcaba cuatro municipios. Su mancha urbana era de 35 528 hectáreas y el suelo de uso social (ejidal y comunal) se extendía por casi 61 000 hectáreas (Jiménez y Ayala, 2015, p. 107). Además, la población rural, repartida en más de 50 núcleos agrarios, integraba varias comunidades indígenas. Aunque la urbanización precedente superó los obstáculos legales valiéndose de recursos como la permuta o la expropiación ejidal y comunal bajo el argumento del interés público, la instrumentación del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (Procede) y del Programa de Certificación de Bienes Comunales (Prodecom) ejecutó la privatización del campo explícita en la citada reforma constitucional (López Amaro, 2009, pp. 9-10).
Procesos de urbanización antes y después de la expansión de dichos programas de certificación. Se trata de la invasión y venta irregular de suelo de uso social por parte de ejidatarios, terratenientes y grupos de colonos organizados por actores políticos nacionales. Precisamente, uno de los argumentos esgrimidos para la mercantilización del suelo fue la necesidad de cubrir la demanda de vivienda, uno de los derechos sociales garantizados constitucionalmente.
Las evaluaciones académicas de estos programas realizadas a partir de 2004 coinciden en sus conclusiones: para las zonas metropolitanas, el giro mercantilista operó en paralelo a la incesante invasión de suelo social, privado, federal y de conservación ecológica. El territorio urbanizado para uso habitacional fue dominado por vivienda residencial destinada a las clases medias y altas. Para Olivera (2015), la razón de este fracaso en política de vivienda radica en la exclusión de los créditos públicos (Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores [Infonavit] y Fondo de la Vivienda del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado [Fovissste], más los sistemas estatales) para la mayor parte de los sectores populares, cuya economía familiar está basada en mecanismos informales de ingresos. Adicionalmente, habría que considerar a prestadores de servicios profesionales, microempresarios y trabajadores emigrados al extranjero (como trabajadores formales) sin acceso a fondos públicos de vivienda de interés social.
En suma, si bien entre 1995 y 2006 los Planes Nacionales de Desarrollo Urbano (PNDU) consideraban integrar hasta 70 % de suelo de uso social, este fue destinado mayormente a viviendas de alta y media plusvalía, manteniéndose el despojo de la tierra ejidal y comunal mediante invasiones y otras argucias legales e ilegales (Maya, 2004, pp. 319-320) para la vivienda popular, que tarde o temprano se regularizó bajo el programa federal de regularización de la tenencia de la tierra (Comisión para la Regularización de la Tenencia de la Tierra [Corett]), consumando así el ingente despojo de suelo social sin resolver satisfactoriamente la demanda de vivienda.
Estrategias de respuesta y resistencia
¿Qué pasó, entonces, con la población nativa y rural? En primer lugar, el enfoque de estos estudios priorizó los casos de enajenación del suelo social vía adopción de dominio (ejidos) y aportación de tierras comunes (comuneros), en beneficio de sociedades inmobiliarias (Maya, 2004; Jiménez y Ayala, 2015). Esta delimitación invisibilizó la resistencia a la pérdida de suelo social o, al menos, otras alternativas instrumentadas por los ejidatarios ante la expansión de las megalópolis de Ciudad de México y Guadalajara.
Es preciso revisar estudios socioantropológicos realizados en ubicaciones rurales, para dar cuenta de la perspectiva tanto de ejidatarios como de campesinos, y, en general, sobre sus estrategias ante la privatización y los significados atribuidos al suelo en tanto tierra de cultivo y residencia.4
En síntesis, las estrategias frente a la privatización son diversas y sus motivaciones también. López Amaro (2009) considera el sustrato cultural indígena como un factor para retener la tierra, extremo confirmado por Olivera (2015) para los municipios conurbados de Cuernavaca, donde varias oficinas ejidales formaron frentes con la sociedad civil y presidencias municipales con el objetivo de frenar la enajenación de suelo social, limitando así la afluencia de nuevas clases de residentes y manteniendo actividades agropecuarias junto al nuevo sector de servicios inmobiliarios.
Otro factor que incide en la diversidad de respuestas nativas se relaciona con la diferenciación socioeconómica y los diversos intereses gremiales al interior del ejido (Torres-Mazuera, 2015). Así, a mayor estatus social y nivel de ingresos, los ejidatarios prefieren la enajenación de la tierra, aun siendo pueblos originarios. También operan intereses encontrados si el uso de las parcelas es para ganadería o para milpa tradicional, etcétera.
Por último, cabe señalar que, en los casos mencionados, los estudios descubren características identitarias centradas en la actividad agropecuaria y en la historia local como estructuras simbólicas que favorecen la topofilia y, por ende, la renuencia a trocar la tierra por dinero o a convivir con advenedizos urbanitas.
Suelo, identidad y memoria en perspectiva comparada
Para dilucidar los cambios socioculturales experimentados por la población de los núcleos agrarios afectados, planteo una terna conceptual: periurbanización, territorio e identidad. Esta será la base de un mínimo análisis comparativo entre dos unidades de observación: una parte ejidal del municipio de Chalco, en Estado de México, y un ejido del Valle de Juárez, en Chihuahua.
La dicotomía analítica campo-ciudad es de larga data en las ciencias sociales. Actualmente integra un variado elenco de conceptos como, por ejemplo, la periurbanización. La teoría sociológica clásica ha mantenido campo y ciudad como dos categorías antagónicas caracterizadas por su actividad económica preponderante; salvo en la sociología comprensiva de Max Weber, que considera la dimensión cultural de lo social y la acción social subjetiva para una tipología histórica de la dicotomía clásica y “descubre” la ciudad agraria como un oxímoron conceptual (Crovetto, 2019).
La periurbanización, curiosamente, se acerca al tipo weberiano arriba citado. Se define como “espacios multifuncionales que están sometidos a grandes y rápidas transformaciones, y cuyo dinamismo está, en muy gran medida, determinado desde la ciudad” (Entrena, 2005, p. 63).
En general, existe un consenso difuso sobre la caracterización del fenómeno, pero dos ideas resultan apropiadas para nuestros objetivos: los paisajes en transición (transformaciones múltiples) y el conflicto persistente por los diversos usos del suelo de modo simultáneo (Entrena, 2005).
Por otra parte, es necesario problematizar el suelo desde perspectivas diferentes al mercado y la legislación, ya que los habitantes de estos espacios construyen su sentido en modos diversos. Propongo, en este sentido, la noción socioantropológica de territorio. Por ejemplo, un autor lo define como “espacio socializado y culturizado […] que tiene, en relación con cualquiera de las unidades constitutivas del grupo social propio o ajeno, un sentido de exclusividad, positiva o negativa” (García, 1976, p. 29). Haesbaert (2013) profundiza y complementa este énfasis en la exclusión, subrayando la dicotomía dominación/apropiación. Los sectores sociales más precarizados, los subalternos, basan su construcción del territorio en la apropiación simbólica; las clases dominantes, en cambio, en la dominación.
Con respecto a la dicotomía anterior, en contextos periurbanos la ciudad domina al campo, pero este se apropia simbólicamente de los espacios, estableciendo áreas de exclusión espacial con base en la manipulación consciente o inconsciente de estructuras simbólicas basadas en la cultura tradicional. Una de estas estructuras es, necesariamente, la identidad social local en oposición a la ostentada por los advenedizos. Como señala Barth (1976), la identidad es de tipo situacional, relacional y depende de las interacciones concretas entre individuos con autoadscripciones diferentes. La memoria colectiva y el territorio son parte de dicha identidad social en proceso. Cuando hablamos de memoria, nos referimos a narrativas y símbolos concatenados, socialmente construidos, delimitados y, también, olvidados.
Un caso ejemplar de la interdependencia entre identidad, territorio y memoria se establece con base en los antepasados que siguen vivos simbólicamente, ubicados en el mismo suelo que pisan quienes se consideran sus descendientes.
Dos casos paradigmáticos: Chalco y El Sauzal
Para obtener la información empírica conducente a dilucidar los procesos socioculturales en la población rural, entre 2020 y 2021 visité dos zonas periurbanas con procesos de lotificación de suelo por adopción de dominio y entrevisté a sendas familias con derechos sobre parcelas ejidales.
En el caso del ejido El Sauzal (Chihuahua), parte de las parcelas se enajenó entre 2006 y 2010. En el caso del ejido de Chalco (Estado de México) se dieron fenómenos de invasión de tierras ejidales antes de la enajenación a sociedades inmobiliarias. Esta selección se justifica por las continuidades y discontinuidades entre ambos casos. Las continuidades garantizan la misma identidad en la comparación; las discontinuidades posibilitan, por contraste de datos, los elementos que según la literatura precedente pudieran estar involucrados en las tomas de decisiones respecto de la enajenación de sus tierras.
Así, El Sauzal y los pueblos viejos de Chalco comparten su carácter periurbano, una tradición histórica de lucha por el suelo social (villismo y zapatismo, respectivamente), su antigua función de hinterland respecto de sus zonas metropolitanas (Paso del Norte y Ciudad de México) y el predominio de actividades económicas primarias. Sin embargo, El Sauzal fue constituido por vecinos del poblado Zaragoza y población repatriada de Estados Unidos en la segunda década del siglo XX con orígenes regionales diversos, aunque mayor o totalmente se trató de mestizos y criollos; además, los cultivos predominantes fueron destinados a la exportación internacional (algodón, zacate sedán, sorgo, alfalfa y nuez), manteniendo algunos orientados al autoabasto local (maíz, trigo, frutales); la identidad social está configurada bajo el tipo ranchero norteño, caracterizada por la música, el atuendo, el dialecto y la gastronomía (Montano y Cervantes, 2017, p. 16).
Por su parte, la historia de los conocidos como pueblos viejos de Chalco es milenaria. Se remonta al poblamiento del vaso lacustre de Texcoco. El sustrato cultural dominante es indígena, de la etnia náhuatl cuya lengua aún se habla por algunas familias ejidatarias de las comunidades de Atlazalpan, Cocotitlán, Huitzilzingo o Ayotzingo. En consecuencia, las actividades campiranas se centran en la milpa tradicional que, con varios milenios de cosechas, actualmente surte a la industria nacional del maíz, sin descuidar el consumo local. A la milpa hay que añadir monocultivos destinados al mercado citadino e internacional, como es el caso paradigmático del amaranto (otro cereal endógamo domesticado en la región); sin embargo, por décadas la actividad económica también se basó en la cabaña vacuna, comercializando lácteos en su función de hinterland metropolitano. Otros tipos de ganado menor son criados en los núcleos agrarios y sus excedentes están orientados al mercado regional.
Usos del suelo, de acuíferos e identidades como ejes de conflictos
Como todo el Valle de Juárez, las coordenadas socioeconómicas de El Sauzal están marcadas por la cercanía con Estados Unidos. En 1922 inició la siembra masiva de algodón en la región juarense que, replicando la experiencia previa en Sonora, se orienta al mercado estadounidense casi en su totalidad (Montano y Cervantes, 2017). La vida transfronteriza marcada por los movimientos migratorios, el comercio y el contrabando siguen presentes en la vida cotidiana, así como eventos de violencia criminal. La proximidad a la frontera internacional es sinónimo de colindancia con el cauce del río Bravo; aunque actualmente el riego fluvial se canaliza por acequias, toda la planicie ribereña es rica en ojos de agua dulce y tierras ricas en sedimento fluvial. Esto ha permitido el cultivo de árboles frutales, destacando la vid, así como el algodón y la alfalfa, gracias a los excedentes de tierras de riego. Otra actividad económica en la que participa El Sauzal es el turismo citadino local. La abundancia de fuentes de agua dulce se refleja en la notoria presencia de balnearios recreativos a lo largo del cauce fluvial, así como servicios hosteleros y culturales (parques temáticos, zoológicos, museos comunitarios y peregrinaciones religiosas). El Sauzal aún cuenta con varios de estos servicios basados, precisamente, en su condición y paisaje campestres, aunque uno de los miembros de la familia “L”, ejidatarios entrevistados, menciona que antes del proceso parcial de urbanización, la zona destacaba por un enorme bosque de sauces de los que hoy quedan mínimos testimonios.
A pesar de que, a inicios del siglo XXI, este y otros ejidos de las poblaciones de Zaragoza y Jesús Carranza arreglaron los trámites para vender a inmobiliarias y constructoras parte de sus parcelas, el declive agroexportador se inició décadas atrás. Según Aboites (2013), el declive del algodón fue irreversible en 1960. Sin embargo, otros eventos abonaron a la extinción del modelo, al menos en los volúmenes de venta acostumbrados. La firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) y la contaminación de los acuíferos por el exceso de fertilizantes basados en el amoniaco socavaron la actividad agrícola del Valle en su conjunto (Montano y Cervantes, 2017).
En el primer caso, la exportación de alfalfa, zacate sedán o sorgo ya no fue redituable por pérdida de competitividad; en el segundo, la contaminación por amoniaco derivó en acidificación de suelo y eutrofización. Estos procesos, en ocasiones irreversibles, inciden en la pérdida de productividad por hectárea. Estas adversidades, junto al modelo extremo de ciudad difusa, perfilan las razones para la reciente enajenación del suelo social. En cambio, las consecuencias fueron inesperadas, pero sin modificar apenas los usos del suelo o las identidades rancheras.
Adrián “L” menciona que la cohesión social estuvo por colapsar, dado que la gran mayoría de las y los beneficiados por la colocación de sus parcelas en el mercado inmobiliario dedicó el capital recibido al consumo conspicuo de drogas, sexo y automóviles de lujo. Fue notorio el abandono de las familias y de labores entre las personas ejidatarias residentes. Este pasaje descapitalizó a la población campirana, que retomó labores de cultivo en parcelas en desuso más distantes del núcleo agrario principal. También se dio, comentan, un trasvase de personal a la industria y al sector servicios en Juárez y Estados Unidos.
Sin embargo, los conflictos por el uso del suelo o por cuestiones identitarias están ausentes o, quizá, latentes. Mientras que los habitantes advenedizos evitan, en general, las interacciones con las personas nativas tras sus suburbios fortificados (Trapaga, 2019), estos últimos mantienen el modo de vida ranchero, conservando charrerías, palenques, atuendos campiranos, caballerizas y gastronomía. El sentido de pertenencia parece reforzado, mientras que su concepción del suelo en tanto territorio está más próximo a la perspectiva mercantilista, posiblemente por su experiencia histórica como agroexportadores.
En los lindes del vaso lacustre, aun replicándose similar estrategia basada en restringir la enajenación del suelo social y el asentamiento de nuevos residentes ajenos a la comunidad campesina e indígena, los conflictos derivados del uso del suelo y del desafío intercultural están, cuando menos, latentes.
También los ejidos de Chalco resienten una crisis derivada de la devaluación de la actividad económica primaria. En entrevista, Josafat “M” refiere dos fenómenos crónicos que redundan en el abandono del esquema milenario de cultivos: la falta de lluvias y la deserción juvenil hacia labores menos onerosas o directamente a la emigración internacional. El primero angosta las cosechas, el segundo rompe la tradición campesina y orilla al abandono de las parcelas por falta de mano de obra.
El cambio en el uso y las prácticas con el territorio amenaza con erradicar una memoria distintiva y su derecho a la identidad.
Esta ruptura de la tradición es, sin duda, el conflicto identitario latente. No es el caso de los conocimientos de las personas adultas mayores sobre la herbolaria nahua existente en cada rincón del suelo; ni de las técnicas de cultivo; ni de las identidades vinculadas a los cuatro barrios de su pueblo viejo, confirmadas por la iglesia del pueblo, los caporales (una danza típica) o las celebraciones por muertos, amén de las posadas decembrinas y las constantes fiestas patronales, cívicas y familiares que toman las calles intramuros de la localidad. El conflicto cultural se resiente en el ámbito profesional, mismo que orilla al abandono de la milpa; unas tierras milperas arenosas, negras e infestadas de restos arqueológicos (cerámicas, figuras de pedernal, obsidiana y barro).
Otro de los conflictos latentes, expresado en varias conversaciones informales y en la misma entrevista, es el agua. Al igual que en el caso anterior, el deterioro del medioambiente se achaca a la progresiva urbanización, pero la propiedad comunal del agua (la localidad dispone de dos pozos exclusivos) se percibe en riesgo y es motivo de desconfianza hacia las autoridades, más que hacia los fuereños. Valga decir que, desde el salinato, el ejido de Chalco ha sufrido de sucesivas expropiaciones obedeciendo a las disposiciones de la Corett o al interés público.
Conclusiones
Los resultados de este estudio exploratorio sobre las transformaciones y los conflictos socioculturales en torno al proceso acelerado de la mercantilización del suelo de uso social tras la reforma constitucional de 1992 apuntan a una estrategia ejidal y comunal para gestionar los desafíos a su modo de vida y a su patrimonio material e inmaterial. Se perfila una estrategia mixta, más que una cerrazón frontal en los núcleos agrarios circundantes a las manchas urbanas metropolitanas de México y del Paso del Norte: enajenación escalonada y prolongada del uso social y agropecuario del territorio.
Las restricciones a la venta del suelo tomadas en ambos casos de estudio se asemejan al caso del conurbado de Cuernavaca (Olivera, 2015) y pretenden dotar de continuidad al proyecto cultural de las poblaciones campiranas. Este proyecto se percibe como amenazado en uno de los casos por dos razones: la pérdida de los acuíferos en beneficio de los fraccionamientos residenciales y del interés social; y por la ruptura intergeneracional de la identidad específicamente campesina e indígena que amenaza un patrimonio inmaterial representado por los toponímicos nahuas, la etnobotánica local y los restos de rituales y ofrendas colocados en las milpas, para protegerlas, desde tiempo inmemorial.
El cambio en el uso y las prácticas con el territorio amenaza con erradicar una memoria distintiva y su derecho a la identidad. Así, el estudio referido confirma la especificidad indígena ante las modificaciones a sus territorios sancionados por los PNDU y las políticas de vivienda. También descubre que, en ambos casos comparados, los beneficios obtenidos por las ventas son financieramente relativos, y los riesgos medioambientales abundan en riesgo de contaminación y escasez de recursos naturales acrecentado por la acelerada urbanización de los lindes ejidales.
El caso norteño, además, nos ilustra la concepción mestiza de la tierra, más proclive a aceptar su mercantilización. También apunta a la persistencia de la memoria e identidad social más allá de las actividades agrícolas, aunque hay que considerar la existencia de un modelo económico basado en la oferta de entretenimiento cultural y ecológico como alternativa ya establecida en las localidades del Valle de Juárez. Por ello, preservar el paisaje, la calidad y cantidad de los acuíferos y la herencia cultural abundarán en alternativas sustentables para nativos y futuros desarrollos de vivienda.
Como recomendación, los escenarios descritos en esta breve exposición deben alentar la inclusión de iniciativas que preserven la memoria, sabidurías e identidades campesinas ante los desarrollos urbanos residenciales presentes y por venir. Acciones en defensa del derecho a la identidad de los pueblos originarios y de las comunidades rurales pueden concretarse en la preservación de toponímicos, la obligatoriedad de erigir museos comunitarios o casas de cultura junto a los residenciales, así como la recuperación y fomento de cuerpos de agua aledaños a las urbanizaciones. De esta forma se preservará la calidad de vida y exorcizará conflictos comunitarios.
Referencias
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Entrena, F. (2005). Procesos de periurbanización y cambios en los modelos de ciudad. Papers, 78, 59-88.
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López-Amaro, J. G. (2009). Soy de campo. Territorio, memoria y autonomía frente al Procede entre los campesinos de Coronados, altiplano potosino. [Tesis de Maestría, El Colegio de San Luis].
Maya, N. (2004). El Procede y el Piso en la incorporación del suelo de propiedad social a usos urbanos en los municipios conurbados de la ZMCM. Estudios Demográficos y Urbanos, 19(2), 313-375.
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Notas
- Las condiciones derivadas de las restricciones sanitarias por la pandemia obligaron a replantear y limitar las actividades de investigación en campo, por lo que hay que considerar este escrito como un primer avance de resultados, más que un estudio terminado.
- Incluyendo la metropolización de Cuernavaca y otros cuatro municipios morelenses que tiende a integrarse en esta megalópolis.
- Ver López Amaro (2009) y Torres-Mazuera (2015).
- Ver López Amaro (2009) y Torres-Mazuera (2015).
- Entendida como la zona de influencia comercial de una ciudad o de una infraestructura de transporte (hub). Históricamente, esa área periurbana surtía de materias primas (agropecuarias) y adquiría productos elaborados (industriales, de servicios).
- Paso del Norte es la denominación histórica de la región internacional que actualmente ocupan los municipios mexicanos de Ciudad Juárez, Guadalupe, Práxedis G. Guerrero, el condado de El Paso, Texas, y el condado de Doña Ana en Nuevo México.
- El fraccionamiento Riberas del Bravo forma parte de estas lotificaciones y resulta un paradigma del abandono de vivienda de interés social (Aguirre, 2012).