*Este texto fue publicado originalmente en Apuntes para la historia de la vivienda obrera en México, una antología de textos editada por el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores en el año de 1992. Esta obra puede consultarse en la dirección electrónica:
1
Todas las casas semejantes en lo que hace a las formas compartidas, al material a mano para erigir las paredes y techos, al empeño consciente de contener el viento o la lluvia o la intemperie de lo que vibra afuera, amenazante.
Uno
Desde que el hombre es hombre, el hombre buscó su casa. La construyó, más bien.
Tal vez primero se refugió en las cuevas que lo quitaban de la lluvia y del viento, que lo guardaban del enemigo y le ponían ambiente para sentarse alrededor del fuego, y comer y dormir y conversar y amar sin contratiempos.
Tal vez se refugió en los árboles, y extendió entre las ramas de esos árboles su techo.
Inventó las paredes, el suelo para pisar sus huellas, las ventanas para ver el afuera, las puertas para el ir y venir del hogar al trabajo y otra vez al hogar.
Inventó la manera de reunirse, quizá bajo una carpa tensada sobre el campo. De mil maneras y con mil variantes imaginó, trazó su hueco de existencia y lo habitó de suyos.
En la historia del hombre, está muy al principio el invento sencillo e increíble de la casa del hombre.
Edificio primario. Testimonio de su arte y su conciencia. Lugar de estar y ser. Espacio limitado y preciso. Personal. Familiar.
Indivisiblemente propio.
En las casas del hombre ha nacido la historia.
Sin las casas no puede entenderse la pareja. En una casa, y como de una casa, surgió el tercero que completó a los dos; el cuarto o el quinto de los llamados vástagos que hicieron de ese pequeño grupo una familia.
Del grupo de familias se concibió la tribu: un pequeño país reunido en torno al congreso de hogares.
Se complicó el conjunto y brotaron las calles en la pequeña aldea: caminos para el tránsito vecino, puentes de unión entre uno y otro albergue familiar, siempre distinto según los diferentes grupos:
cada quien su manera, su estilo de vivir y de adornar el sitio donde surge la intimidad de una asamblea de iguales en la sangre.
Todas las casas semejantes en lo que hace a las formas compartidas, al material a mano para erigir las paredes y techos, al empeño consciente de contener el viento o la lluvia o la intemperie de lo que vibra afuera, amenazante. Unas veces el sol que fatiga en exceso, otras veces el frío, para algunos la nieve o el río desbordado, o la alimaña agria que atenta contra el ámbito del hombre.
La casa para estar, parecida o idéntica en la reunión de todas, pero especial y única en el interno modo de vivir.
En la reunión de casas, en el sentido que adquiere así, espontáneamente, una comunidad, se crea la aldea, la villa, el pueblo todo según nuestros códigos modernos que empiezan a llamar a un pueblo, pueblo, y a un pueblo grande, una ciudad.
Se forma la ciudad.
Aparece de pronto: cuando se abren los ojos y se observa el congreso reunido de edificios distintos:
para vivir o trabajar,
para reunirse y divertirse,
para rezar o administrar:
telaraña infinita,
cuadrícula perfecta en los trazos variados del hombre convertido en arquitecto.
Ya no se trata solo –en realidad no se ha tratado nunca– de proteger únicamente el sueño y la privacidad del grupo.
Se trata de eso y además del gusto de vivir en un área propicia para abrigar la vida.
Se trata de ese arte sencillo o complejísimo de hacer de cada casa un lugar donde habiten las ansias de crecer y educarse, de amar y comprender y pensar y detener el tráfago del tiempo para sentir descanso, placidez, felicidad en suma.
La casa del hombre es para hacer que el hombre sea feliz.
Para que ría y juegue y bese y hable y aprenda a convivir y a ser mejor persona de lo que puede ser en el afuera.
Y por eso se pinta y se adorna y se quiere hacer cómoda y noble la casa del hombre.
Y por eso las flores para inventar jardines.
Y el paso de la luz, y el resguardo en la sombra, y el sitio del convivio.
Y nuevamente flores y animales y plantas.
Y el lugar para el fuego que transforma alimentos.
Y una red para el agua y el aseo.
Y la luz para el foco y el radio y la televisión y el aparato eléctrico.
Y la mesa que a todos nos reúne.
Y la silla que de pronto nos ata al pensamiento o a la plática.
La casa es un país.
Debe ser un pequeño país. Con fronteras y aduanas generosas y un espacio de vida y de trabajo, de placer y descanso.
Universo del hombre. Motor de la persona. Horno de gente nueva que comienza en la infancia, correteando en los cuartos y patios de la casa, y termina saliendo hacia otra casa, quizás a otra región donde se pueda ser, empezando de nuevo: prolongación o rectificación de padres, de la familia núcleo que enseñó las primeras verdades para enfrentar la vida, siempre igual pero siempre distinta en el renuevo de cada generación inagotable.
Todos guardan recuerdos de la casa primera.
Se graba en la memoria la pared de las fotos, el rincón de las lágrimas, el lugar de la mesa, la cama, el corazón volcado y salpicado entre las risas, los gritos y las órdenes.
Ahí aprendimos todo: a lo que sabe un beso y a lo que duele o sana una palabra. A lo que representa el calor de una madre o los gestos de un padre, y a lo que tienen de sabios los hermanos, de graciosas las horas de alegría, de pesadas las penas, de imposibles las épocas difíciles, de largos y tardados los minutos que nos dan esperanzas, o placeres, o traumas.
En la casa aprendimos a calmar nuestras hambres, a paladear un vaso de agua, a conocer secretos, a despejar miradas y caricias.
Aprendimos la fiesta y el estudio, la pesadilla, el sueño, la enfermedad que nos abrió dolores; tal vez la muerte, seguramente la felicidad primera, inolvidable.
Según fue nuestra casa, puede decir cualquiera que fue hoy nuestro destino.
En la casa supimos de una madre –se dijo hace un momento.
De la cuna saltamos a la cama y entramos en el rostro del padre y los hermanos.
Llegaron los parientes y hundimos los ojos en la gente querida, nuestra gente.
Después, por la ventana, conocimos la calle y aventuramos de inmediato la excursión por la acera, más allá de las plantas y los muros fronteras y la puerta de resguardo hacia el área desierta: rumbo al espacio abierto de los otros.
Paraíso o infierno el de los otros, nos abrimos al mundo jaloneados a pausas por la curiosidad y el miedo.
La casa sirvió de resortera para entrar en la escuela, más tarde en el trabajo, siempre en el cruce e intercambio de los vecinos próximos.
Supimos del camión, del auto, del viaje a la distancia,
y regresamos siempre al origen de todo lo que nos dio un nombre, un apellido, una razón de ser, una manera de calibrar ausencias y presencias, lejanías y constancias.
No se nace para apretarse a solas en los muros estrechos de una casa, pero se quiere regresar a ella cuando llega el momento de la vejez. No siempre lo consigue el anciano, aunque a veces, si la suerte lo elige como ejemplo, el abuelo o la abuela se repliega en la casa y en ella se deshace como el tranquilo río de un vaso de agua.
Para nacer, para vivir… También para morir se necesita abrigo:
un sitio exacto dónde encontrar manera de cumplir nuestro lapso de tiempo, el único, el presente.
Se necesita un ámbito.
Un punto de salida y de llegada cada vez que amanece.
Un lugar que sea nuestro aunque cambie de espacio apenas emprendemos la mudanza.
En realidad, lo que hace hogar el hogar no es necesariamente un cuerpo físico; es algo que se lleva con nosotros en el temperamento familiar, para instalarse luego, o de inmediato, en el sitio que de pronto elegimos,
o encontramos,
o caemos en él por accidente o desgracia, o por golpe de suerte, también pudiera ser.
Y en ese hueco aún sin contenido, en ese espacio vacío que sorprendemos, llegamos de repente a ocuparlo y llenarlo (en el instante mismo en que empezamos a llenarlo) con nuestra concepción de hogar, con el misterio que nos hace distintos a todos los demás.
Hasta entonces se vuelve esta casa nuestra casa, y tal casa podrá viajar por siempre con nosotros de manera intangible, para hacerse de veras otra vez nuestra casa cada vez que ocupemos un espacio vacío.
Pero no es lo deseable. Ni lo mejor.
Lo mejor es la casa para siempre, en lo mental y emocional, encarnada en lo físico.
En sus muros de adobe o de tabique,
en su piel de aplanado de mezcla y de yeso y pintura,
en su distribución de cuartos,
en sus techos y puertas y ventanas,
en su patio o jardín,
en su fachada,
en el arreglo singular que hagamos dentro de ella de acuerdo con nuestro modo de ser.
Una casa para hoy y para siempre, como parte del rostro que tenemos enfrente a los demás.
Una casa que sea también un domicilio, un número en la cuadra, en la manzana.
Un lugar en el barrio al lado de vecinos con que inventar o pretender vivir la familia social.
Un rumbo, una colonia, definitivamente una ciudad.
La personalidad del hombre está volcada en la casa que habita.
Ojalá para siempre desde el momento en que decide formar una pareja y transformar su vida individual en vida de familia.
Ojalá desde siempre y para siempre.
Para crecer con ella y con los hijos hasta el tiempo en que llegue la hora de apagarse una vez completada la tarea de la vida.
2
Toda una clase nueva –la clase media entre alta y proletaria– descubrió y promovió la vida en edificios, que tipifica el día de hoy a la familia citadina.
Dos
Hay muchas formas de definir la casa en que se vive.
Todo tiene su nombre de acuerdo con el modo de existir, en relación con una categoría económica o social.
Las diferencias pueden aludir a injusticias y apremiantes conflictos de la lucha de clases, a la ira del pobre marginado que de pronto se yergue y participa en las grandes proezas vengativas escritas por la historia, pero ese es otro tema, otro problema, y aquí solo se enuncian las maneras de entender la morada donde el hombre se planta para existir y ser.
Se acumulan sinónimos que no lo son. Barajas de una lotería de techos:
la choza y el jacal o el jacalón urbano, la cabaña, el tugurio, la cueva, el cuartucho, el cuchitril,
la vivienda de la vieja vecindad,
el cuarto de azotea o en la casa de huéspedes, la habitación de hotel,
el departamento en renta o en condominio, el dúplex,
la casa propiamente dicha,
la residencia, la mansión, la hacienda, el rancho, el palacio…
Y cuantísimos más.
Todo tiene una forma arquitectónica precisa que condiciona al hombre según viva en la choza, la cueva o el palacio, y según se desplante su casa en la mitad del campo o en la urbe difícil.
Cambia el paisaje y cambia con él, en cada caso, la respuesta a la necesidad.
No es lo mismo la choza o el jacal en el campo, el jacalón urbano en el hacinamiento de una ciudad perdida.
En ambos casos, claro, se pide dignidad, pero se llega a ella por caminos distintos.
Lo redondo de un cuarto no es tragedia quizás en el jacal ranchero de formas heredadas y en ocasiones bellas, pero se vuelve denso e insufrible cuando amontona gente asfixiada y enferma en la promiscuidad de un barrio periférico.
En la miseria extrema no hay casa para nadie, aunque el pobre consigue su morada a fuerza de batallas inauditas y sea como sea.
No hay freno a su coraje. No hay límite a su urgencia.
Elige aquel espacio. Lo avizora y se lanza.
Y lo invade.
Y lo expropia.
Y lo ocupa.
Y con tablas y palos y cartones y láminas levanta una morada: improvisa su casa en el rumbo perdido donde otros repiten su experiencia. Paracaidistas son. Así los llaman. Invasores que llegan como de la basura misma, herederos ingentes de una pobreza que nos lastima a todos.
Estamos hablando de la urbe.
Del tugurio insalubre en la ciudad perdida –improvisado barrio de nuestras periferias– se salta a la vivienda donde apenas se inicia la dignidad.
Desde luego hay viviendas y viviendas.
La historia nos ha dejado ejemplos de grandes vecindades sobrevivientes en las zonas más céntricas de las vastas ciudades del país.
Los años desgarraron sus imágenes y apenas se rescata, en ocasiones, su huella arquitectónica:
el ritmo de sus patios,
sus largas escaleras bifurcándose,
sus amplios corredores repartiendo viviendas, alebrestando niños que corren y que suben y bajan del zaguán a la zona de broncos lavaderos donde la madre estruja la ropa de la hueste.
Vecindades historia.
Vecindades leyenda.
Las evocamos todavía en novelas y cuentos y películas; en obras para teatro, en canciones que dicen de vivir en un cuarto o quinto patio; en ensayos sesudos donde sehabla de la vida difícil y siempre pintoresca de nuestras viejas vecindades citadinas.
Sea como sea, mejor o peor en lo que hace al juicio antropológico, allí se condensóuna forma de vivir sin duda alguna humana, ciertamente entrañable, hasta romántica pudiera definirse si se escucha el recuerdo evocador de los sabios poetas.
Queda poco de aquello, sobrevive si acaso, porque a la vecindad achaparrada y grande sucedió el edificio vertical que la demografía impuso como tipo.
Un cajón de zapatos, le decían los abuelos porque contradecía su estética aprendida de niños.
Un cubo vertical en realidad, que fue adquiriendo gracia y armonía a fuerza de afinar y mejorar su arquitectura y convertir espacios supuestamente estrechos en cómodos lugares, merced a esa feliz distribución que fuimos entendiendo como “el estilo funcional”.
La vieja vecindad se transformó en eso: en edificio funcional:
apretado y perfecto en su concepto;
estilizado, hermoso cuando logró alcanzar su mejor expresión.
Ya nadie se sorprende ni se molesta ahora con ese edificio funcional que se volvió mayoritariamente la casa de la generación urbana; la forma de vivir más común para la clase media y proletaria.
También las clases altas subieron a edificios y encontraron un modo de convivir a plenitud, sin renunciar al lujo, a la comodidad extrema, al despilfarro incluso de los espacios departamentales en verdad exclusivos. Hay ejemplos de sobra.
Cambió el concepto, en fin.
Subsistió lo demás: la residencia, la casa grande, por supuesto, con jardines y patios y cuartos laberinto, la mansión, el palacio… junto a formas antiguas para los no pudientes: el cuarto de azotea o de hotel, o, desde luego y siempre, el jacalón improvisado de la marginalidad donde la vida es forzosamente triste.
Lo que interesa repetir, después de todo, es que cambió el concepto y este generó necesidad, costumbre, modo de ser urbano.
Toda una clase nueva –la clase media entre alta y proletaria– descubrió y promovió la vida en edificios, que tipifica el día de hoy a la familia citadina.
El edificio acorta diferencias.
Equilibra al sistema.
Uniforma el paisaje visual y existencial.
Puede quererse o rechazarse, admitirse o imputarse, pero se impone hoy como el único modo para vivir en una misma ciudad hecha de tantos habitantes, desbordada de gente: imparable en su recio crecimiento de aguacero tenaz.
Somos gotas de lluvia en este inmenso charco.
Piedrecillas de grava para la mezcla urgente del edificio que vamos construyendo poco a poco entre todos.
Vecinos de la cuadra, del barrio, del moderno conjunto.
Cohabitantes metidos en una misma olla donde hierve y se cuece una nación.
Ciudadanos en busca de una casa.
Inquilinos que pagan, puntuales o impuntuales, una renta.
Propietarios al fin de ese sitio marcado entre paredes donde todo se vuelve enteramente propio como claro reflejo de nuestra irrenunciable identidad.
3
Tres
Como un derecho natural se concibe el derecho a tener una vivienda.
Nadie le pone a discusión. Nadie lo niega.
Es justo e irrefutable.
Nace a la par y de la misma noción que el derecho a la vida.
Es el mismo criterio el que lo rige. De sentido común.
El derecho a vivir, que es un derecho a ser, y el derecho a existir, que presupone el cómo.
Cómo existir. De qué manera. Dónde.
Algunos ni lo piensan. Heredan una casa, y ya. Tienen acceso, manera de adquirir educación, profesión y hasta fortuna, y se hacen de una casa, la reciben, la convierten en suya sin pasar por problemas ni detenerse en culpas.
A veces tienen dos, o hasta tres o hasta más:
la casa chica o grande y una casa de campo para el fin de semana,
o la casa en la playa para gozar el mar,
o el rancho de los viejos,
o la cabaña rústica subiendo la montaña, o el casco de una hacienda… qué sé yo.
Pero hay quien tiene poco, o no lo suficiente, y con eso reclama el derecho a tener una vivienda.
Nadie le dice no. Nadie lo pone a discusión. Nadie lo niega.
En esa casa sueña el que trabaja y sueña.
La casa del obrero. Propiedad de su esfuerzo. Cantón de su familia. Espacio del hogar del obrero.
En México, desde que la Revolución se hizo gobierno, el hombre que trabaja, trabaja para eso: su vivienda, la suya, antes que todo; tan pronta y tan urgente como el pan en que vuelca su salario.
Como el pan y el vestido es la vivienda.
Indispensable, no solamente necesaria y útil. Definitivamente indispensable.
4
Cómo hacer que esta casa, que será nuestra casa, recoja las herencias del recuerdo, donde nada se extrañe de lo bueno que se tuvo en la infancia.
Cuatro
La casa del obrero, de la familia obrera;
la casa en que se vive para siempre va siendo realidad en la conquista del derecho vital y existencial de la vivienda.
Más que un lugar donde tener un techo como sea y donde sea, ese lugar-hogar que nos define.
Todo lo que hace hogar a un simple sitio.
Lo que hace casa, en fin, a nuestra casa.
Para satisfacer esa necesidad se necesita inteligencia, ingenio, humanidad.
Inteligencia para buscar y descubrir en dónde y cómo habrá de desplantarse un edificio o la graciosa muchedumbre de edificios de un moderno conjunto habitacional.
Para elegir los materiales que se encuentran a mano en la región y dibujar con ellos un semblante.
Para ajustarse al clima, al entorno ecológico;
para solucionar problemas, no para crearlos con un hacinamiento torpe, voraz, precipitado.
Aquí surge el ingenio.
La maestría que orquesta el arquitecto cuando en vez de imponer formas dictadas por los juegos de pura geometría –desde la tabla de un restirador aséptico entre escuadras abstractas y lápices sin alma− toma y adapta las formas de vida de toda una región y las transforma en cuartos, en espacios, en toques de armonía y en detalles:
el tabique aparente,
la teja colorada,
la ventana que se inventa un pretil,
la escalera de lado torciéndose agilísima,
el espacio en esquina que recuerda un corral,
la cocina de modo que permita los ritos de la comida en casa,
aquel techo en declive,
un lugar donde quepan las macetas,
un patio para todos donde jueguen los niños y donde pegue el sol,
el árbol de la vieja querencia,
la ventana abierta a los saludos,
el cuarto del aseo, higiénico y sencillo, que dé circulación al trajín familiar de las mañanas…
Cómo hacer que esta casa, que será nuestra casa, recoja las herencias del recuerdo, donde nada se extrañe de lo bueno que se tuvo en la infancia.
Cómo hacer para dar a las costumbres un cauce, y sobre todo: cómo hacer, ahora sí, para dignificar los hábitos y corregir las estrecheces y destruir por fin el lastre de la insalubridad.
Trabaja el arquitecto en su faena que debe ser y es descubrimiento.
Abre los ojos al entorno.
Descubre entre la gente a la gente sujeto de su frase: premisa en la tarea de construir precisamente para ella. No para el hombre abstracto de un proyecto en teoría. Para la gente aquella:
el gordito de enfrente,
el obrero de la fábrica nueva,
la familia de El Pecas y la tía o la nuera del compadre vecino que trabajó en el campo de chamaco y hoy está en la armadora de la calle Poniente.
Viviendas para los hombres del lugar que solo se resuelven cuando se sabe un poco más de las costumbres y la historia de los núcleos sociales.
Casas que son la casa de cada quien, pensada y anhelada desde siempre.
La casa en que se vive.
La casa que se gana trabajando y ejerciendo un derecho.
La casa de los padres y los hijos: para nacer, para existir, para ir viviendo