A los aspectos jurídicos de una política suele contemplárseles como parte de la “solución”, pero también son parte del “problema”. En este ensayo se señalan dos tipos de prácticas jurídicas que han creado nuevas condiciones en los procesos de incorporación del suelo: un activismo judicial que tiende a reducir los márgenes de acción de la administración pública del Estado sobre la propiedad privada y una serie de prácticas fraudulentas sobre las tierras ejidales que restringen el acceso al suelo urbano por parte de los sectores más vulnerables. Ambas contribuyen a crear condiciones objetivas que deben ser reconocidas para el conocimiento integral de los problemas que debe resolver una política de suelo.
En agosto de 2020, el gobierno federal publicó la Política Nacional de Suelo. Después de casi tres décadas en las que el tema había pasado a segundo o tercer plano en el horizonte de las políticas urbanas y territoriales, al fin tenemos un documento para discutir sobre una de las instituciones centrales del orden territorial: la propiedad de la tierra y su relación con los procesos de ocupación del espacio.
El documento parte de una idea que ha sido recurrente desde los años ochenta en nuestro país: que el suelo es un “recurso estratégico” para el desarrollo urbano e, incluso, para el desarrollo en general. Ofrece un análisis de las consecuencias del modelo de ocupación dominante en las últimas décadas y propone un conjunto de principios y retos estratégicos para lograr los objetivos que, independientemente de cómo se formulen, están plasmados en el artículo 27 constitucional desde 1976.
No es mi intención ofrecer aquí un análisis del documento en su conjunto, sino señalar únicamente una serie de prácticas jurídicas que han adquirido una gran importancia en la conformación de las relaciones de propiedad en torno al suelo y que no han sido incluidas en él. La intención de fondo que inspira a estas páginas es llamar la atención de la profesión (del urbanismo, la planeación, el ordenamiento del territorio o como queramos llamarle) sobre la necesidad de reconocer, en la dimensión jurídica de la planeación, un campo problemático. Si se buscan los temas jurídicos en la bibliografía académica sobre la planeación, lo que se encontrará son solo dos tipos de aproximaciones: la que ve a lo jurídico como un instrumento (pretendidamente neutro) de las políticas, y la que lo observa como una anomalía cuando se presenta el conflicto y los jueces u otros operadores jurídicos imprimen sesgos no deseados por las intenciones originales de las políticas.
Lo que me propongo mostrar a continuación es que, en las últimas décadas, ha habido en México dos tipos de prácticas jurídicas que han creado situaciones que condicionan (en el sentido de que restringen y al mismo tiempo posibilitan) las formas predominantes de ocupación del territorio: me refiero al activismo judicial, por un lado, y a las prácticas fraudulentas de las instituciones agrarias, por el otro. Se trata de prácticas que deberían ser incorporadas al diagnóstico de la política de suelo, en la medida en que requieren de respuestas específicas.
Activismo judicial
Si los manuales de teoría de la planeación suelen pasar por alto las prácticas jurídicas que inciden en la conformación del espacio, cuando consultamos los textos de historia urbana, tales prácticas aparecen casi en primer plano: ¿cómo entender la historia de la planeación en el Reino Unido sin hacer referencia a la Town and Country Planning Act de 1947? ¿Cómo comprender el París del siglo XIX sin las resoluciones del Consejo de Estado sobre las expropiaciones del Barón de Haussman? ¿O la institucionalización de la zonificación en los Estados Unidos sin el caso Euclid vs. Ambler? Incluso en México existe la creencia generalizada de que la institucionalización de la planeación urbana tiene que ver con la expedición de una ley, la General de Asentamientos Humanos, en 1976.
Si los manuales de teoría de la planeación suelen pasar por alto las prácticas jurídicas que inciden en la conformación del espacio, cuando consultamos los textos de historia urbana, tales prácticas aparecen casi en primer plano: ¿cómo entender la historia de la planeación en el Reino Unido sin hacer referencia a la Town and Country Planning Act de 1947? ¿Cómo comprender el París del siglo XIX sin las resoluciones del Consejo de Estado sobre las expropiaciones del Barón de Haussman? ¿O la institucionalización de la zonificación en los Estados Unidos sin el caso Euclid vs. Ambler? Incluso en México existe la creencia generalizada de que la institucionalización de la planeación urbana tiene que ver con la expedición de una ley, la General de Asentamientos Humanos, en 1976.
Lo interesante es que, en los últimos años, los cambios jurídicos más relevantes en nuestro país no son los que han surgido del ámbito legislativo, sino los que tienen lugar en la esfera judicial. Si por mucho tiempo la innovación jurídica en materia urbanística tuvo lugar a través de la expedición de leyes, recientemente ella ha tenido lugar desde el Poder Judicial. Se trata de un universo mucho más difícil de aprehender que el de la producción legislativa, ya que puede adoptar la forma de decisiones notables en el contexto del litigio constitucional (vía acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales) o mediante juicios de amparo cuyos efectos no van más allá de las partes involucradas, pasando por un gran número de decisiones tomadas en el ámbito de la justicia administrativa, que es muy difícil sistematizar. A pesar de esa dificultad, es posible distinguir dos tipos de decisiones que reconfiguran el estatuto de la propiedad y las potestades del poder público para regular su ejercicio en el contexto de los procesos de urbanización: las que se refieren a principios generales y las que restringen el alcance de instrumentos específicos de las políticas de suelo.
Entre las resoluciones judiciales que abordan principios de carácter general vale la pena evocar dos. Por un lado, están las tesis jurisprudenciales según las cuales la propiedad privada sería un derecho fundamental. Existen argumentos filosóficos, incluso dentro de la tradición liberal, que contradicen dicha postura y que sería largo exponer aquí (véase Ferrajoli, 1999). Lo sorprendente de esas tesis es que ignoran el hecho de que el texto constitucional, de manera expresa, señala que la propiedad privada es un derecho derivado de la propiedad originaria de la Nación sobre “las tierras y aguas comprendidas dentro del territorio nacional” (primer párrafo del artículo 27 constitucional). Es como si la ola conservadora que ha caracterizado el llamado neoconstitucionalismo en muchas partes del mundo haya sido tan fuerte entre nosotros, que puede pasar por alto el texto mismo de la Constitución. Es difícil predecir los efectos de un pronunciamiento como ese en las políticas de suelo, pero no cabe duda de que, en principio, fortalece los derechos de los propietarios frente al poder público y en esa medida debilita los alcances de dichas políticas.
Un segundo pronunciamiento de carácter general se refiere a los derechos de los miembros de una comunidad para exigir el cumplimiento de las normas aplicables cuando se estén llevando a cabo acciones urbanísticas que afecten su calidad de vida y vayan en contra de lo establecido por los planes o programas de desarrollo urbano aplicables. Esos derechos fueron establecidos por primera vez en las reformas de 1984 a la Ley General de Asentamientos Humanos (artículo 47) y han sido ampliados por sucesivas reformas, sobre todo en la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, en 1996.
Apareció un mercado de tierra ejidal dominado por desarrolladores inmobiliarios que dio lugar a una gran cantidad de conjuntos habitacionales en las periferias.
En principio, se trata de un avance democrático al consagrar el principio del interés difuso para que las comunidades puedan impugnar ciertos proyectos. Aunque tuvieron que pasar varias décadas antes de que el Poder Judicial de la Federación reconociese tales derechos, desde la primera década de este siglo ese reconocimiento se ha ido ampliando a tal grado que parece ya no depender de que exista un texto legislativo para que los jueces federales ordenen la suspensión de acciones urbanísticas en beneficio de los vecinos afectados por las mismas. La tesis jurisprudencial más notable es la que proclama que existe un “derecho de preservación del entorno residencial” frente a obras y actividades que atenten contra la calidad de dicho entorno.
Aparentemente, el fortalecimiento del poder vecinal afecta solamente a los promotores privados de obras que impactan la calidad de vida de ciertas comunidades urbanas. Sin embargo, las suspensiones otorgadas recientemente en relación con proyectos de infraestructura deberían ser suficientes para advertir que el tema del interés difuso también puede ser utilizado para obstaculizar políticas de suelo tendientes al fomento a la vivienda social a través de la densificación en áreas urbanas consolidadas.
Las dos tesis que hemos evocado hasta aquí constituyen pronunciamientos de carácter general que dan una idea del tipo de valores que han orientado la actividad jurisdiccional frente a los conflictos urbanos en nuestro país en los últimos años. Si algo tienen en común ambas tesis es la tendencia a debilitar la idea del interés público, que es el eje del derecho público en los Estados modernos. Huelga decir que esa idea es fundamental para la viabilidad de una política de suelo que aspire a transformar las relaciones de propiedad predominantes en los procesos de urbanización.
Más allá de esas tesis de alcance general, se ha producido una actividad jurisdiccional sin precedentes en torno a los conflictos que de manera creciente han marcado la gestión urbana y territorial en los últimos años. Dos ejemplos bastan para dar una idea del sentido que ha tomado el activismo judicial de los últimos años. El primero se refiere a las sobretasas del impuesto predial que establecen las leyes hacendarias de los estados para fomentar la utilización de los lotes baldíos. Parte del diagnóstico de los procesos de urbanización en las últimas décadas señala el hecho de que las ciudades crecen mucho más en extensión que en población. Ello significa que existe un número creciente de áreas vacantes cuyos propietarios están esperando la oportunidad para obtener los mayores beneficios, mientras el costo de las infraestructuras aumenta y las áreas urbanas son cada vez menos densas.
A pesar de ello, las sobretasas a los lotes baldíos han sido impugnadas por los propietarios en la vía de amparo, y los jueces federales, de manera sistemática, han declarado inconstitucionales dichas sobretasas. Resulta sorprendente que el argumento para ello sea la idea de que ambos tipos de propietarios (los que tienen un lote baldío y los que lo tienen ocupado) están en una misma “situación objetiva”. Sin embargo, es interesante hacer notar que la jurisprudencia más reciente no desestima del todo las “finalidades extrafiscales” que persiguen dichas sobretasas, sino que declaran que las mismas no están suficientemente justificadas. En otras palabras, lo que hace la o el juzgador federal no es declarar la inconstitucionalidad de dichas sobretasas sin calificación alguna, sino plantear un reto al legislador para formular una motivación suficientemente sólida que justifique las mismas. Esto significa, al mismo tiempo, un reto a la administración pública (en su carácter de diseñador de políticas públicas) para que justifique una política de suelo en su expresión tributaria.
Por último, vale la pena destacar la jurisprudencia que se ha generado respecto de una de las figuras jurídicas centrales de las políticas de suelo en las ciudades mexicanas. Me refiero a la obligación de los fraccionadores de ceder una superficie para equipamientos y áreas verdes. Al menos desde la década de los años cuarenta del siglo pasado se estableció mediante leyes o reglamentos dicha obligación, y todos los fraccionamientos que se desarrollaban dentro de la ley tenían un mínimo de áreas verdes y predios para equipamientos diversos. De manera inesperada, la Procuraduría General de la República, en el gobierno de Felipe Calderón, emprendió una acción de inconstitucionalidad en contra de dicha figura jurídica en el estado de Aguascalientes. Con un argumento de defensa a ultranza de la propiedad privada, intentó convencer a la Suprema Corte de que las cesiones urbanísticas eran equivalentes a una expropiación. La Corte desestimó el argumento y sostuvo que dichas cargas constituyen modalidades a la propiedad y que, por lo tanto, no dan lugar a una indemnización.
Sin embargo, en esa misma decisión, la Corte introdujo un elemento sorprendente, que consiste en afirmar que las cargas son, además, un ingreso para el municipio, ya que las áreas cedidas por los fraccionadores pasan a formar parte del patrimonio del mismo. De ahí en adelante, los tribunales de circuito se han preguntado: ¿qué clase de ingreso municipal es eso? Han respondido que se trata de un “derecho”, en términos de la legislación fiscal. De ahí pasan a ponderar la proporcionalidad del monto de las cargas con lo que, supuestamente, el fraccionador recibe a cambio, es decir, la autorización y su correspondiente costo administrativo, de donde se llega a la absurda conclusión de que la obligación de ceder áreas es inconstitucional, porque no es proporcional con el costo del servicio recibido.
Las anteriores son solo algunas muestras del activismo judicial que, en las últimas décadas, ha apartado al Poder Judicial federal de la tradición del constitucionalismo social mexicano. Cada una de ellas ameritaría un minucioso análisis que es imposible hacer aquí. Lo que me interesa destacar es que constituyen restricciones reales (“objetivas”, habría que decir) a políticas de suelo que tiendan a darle a la propiedad una función social. Es por ello que deberían formar parte del diagnóstico de los problemas asociados con la propiedad del suelo en relación con los procesos de urbanización.
La distorsión del derecho agrario
Como es sabido, desde mediados del siglo pasado, más de la mitad de la expansión urbana de México se ha dado en tierras propiedad de ejidos y comunidades. Han sido varias las modalidades que ha adoptado ese proceso, pero vale la pena recordar que, hasta la reforma de 1992 que permitió a los núcleos agrarios disponer de sus tierras, estas solo podían ser urbanizadas conforme a la ley mediante la expropiación. Dado el carácter inalienable de los derechos de propiedad de las y los campesinos sobre sus tierras, y la consecuente “inexistencia” de las operaciones que de hecho se celebraban en las periferias urbanas, solo los sectores populares estaban dispuestos a adquirir un lote a través de operaciones informales. Las empresas inmobiliarias del sector formal se abastecían de propiedades individuales fuera del sector agrario. Así, cuando la reforma de 1992 hizo posible la enajenación de tierras ejidales, no se necesitaba tener conocimientos avanzados de economía para predecir que “los sectores populares verían reducidas sus posibilidades de acceso al suelo dado que los propietarios (comenzando por los propios núcleos agrarios) tenderían a desarrollar fraccionamientos para los sectores medios y altos” (Azuela, 1994, p. 35).
Resulta novedosa la incidencia del uso fraudulento de ciertas figuras del derecho agrario que se han generalizado y que deberían ser parte del diagnóstico de la política del suelo urbano.
Aunque no desapareció por completo el mercado informal de tierra ejidal para los sectores populares (Connolly, 2012), sí apareció un mercado de ese tipo de tierra dominado por desarrolladores inmobiliarios, que dio lugar a una gran cantidad de conjuntos habitacionales en las periferias distantes de nuestras ciudades.
Las consecuencias de las anteriores tendencias son bien conocidas. Lo que resulta novedoso es la incidencia del uso fraudulento de ciertas figuras del derecho agrario que se han generalizado recientemente y que deberían ser parte del diagnóstico de la política de suelo urbano en nuestro país. La Estrategia Nacional de Ordenamiento Territorial, recientemente publicada, da a conocer el uso de procedimientos agrarios para incorporar ejidos a la urbanización. Vale la pena citarla in extenso:
Dichos procedimientos son: el reconocimiento como avecindados a personas que nunca han residido en el ejido, la conformación de solares urbanos con dimensiones notoriamente mayores a las que requiere una familia en el medio rural, el cambio de destino de tierras de uso común para formar parcelas (que luego pasarán al pleno dominio de sus titulares) y el cambio de destino a tierras para el asentamiento humano; todos los anteriores, excediendo las necesidades reales de expansión de los núcleos agrarios. Ello resulta particularmente grave cuando ocurre fuera de las áreas de crecimiento de las ciudades o se infringe la prohibición de convertir en parcelas las tierras de uso común que cuentan con superficie forestal (Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano [Sedatu], 2021, p. 66).
Asimismo, recogiendo los resultados de la investigación académica, el mismo documento señala, para ejemplificar el proceso, que
tan solo en un año (2014) sesenta mil hectáreas cambiaron de destino en Campeche, Quintana Roo y Yucatán; es decir, dejaron de ser tierras de uso común como un primer paso para su comercialización (Torres-Mazuera et al., 2020), si bien pasarán muchos años antes de que sean efectivamente utilizadas por usos urbanos.
Se trata de una cantidad verdaderamente exorbitante de tierra rural que ya tiene el dudoso estatuto de “solares urbanos”, lo que crea una sobreoferta de suelo y, en muchos casos, un alza en los precios que redundará en mayores dificultades para que los sectores populares puedan acceder al suelo en las áreas urbanas. Esto significa un reto enorme para la política de suelo, ya que supone modificar radicalmente los procedimientos de las entidades del sector agrario (sobre todo del Registro Agrario Nacional y de la Procuraduría Agraria), para detener ese fraude masivo a la legislación agraria y sus efectos negativos en el mercado del suelo.
Comentarios finales
Lo anterior debe llevarnos a un replanteamiento de los elementos que es preciso considerar para el diagnóstico que debe sustentar una política de suelo. Normalmente, y esto no es exclusivo de nuestro país, cuando se piensa en los aspectos jurídicos de una política se piensa solamente en las normas que sirven de fundamento a la política o en los procedimientos que sirven de instrumentos de la misma; en otras palabras, la dimensión jurídica suele ser solo parte de la “solución”. Lo que aquí ha quedado en evidencia es que las prácticas jurídicas también son parte del “problema”. Tanto el activismo judicial como las prácticas agrarias fraudulentas contribuyen a crear condiciones objetivas que tienen que ser reconocidas si se aspira a un conocimiento integral del horizonte de problemas que debe atacar una política de suelo. Ambos tipos de prácticas son reconocibles y pueden ser objeto de intervenciones exitosas, siempre que se reconozca que son parte del problema.
Referencias
Azuela, A. (1994). “La reforma del régimen ejidal y el desarrollo urbano”. En Cámara de Diputados, El Artículo 27 y el desarrollo urbano. Comisión de Asentamientos Humanos y Obras Públicas de la Cámara de Diputados. Pp. 29-39.
Connolly, P. (2012). “La urbanización irregular y el orden urbano en la Zona Metropolitana del Valle de México”. En C. Salazar (coord.), (I)regular. Suelo y mercado en América Latina. El Colegio de México. Pp. 379-425).
Ferrajoli, L. (1999). Derechos y garantías. La ley del más débil. Editorial Trotta.
Olivera, G. (2001). “Trayectoria de las reservas territoriales en México: irregularidad, desarrollo urbano y administración municipal tras la reforma constitucional de 1992”. EURE (Santiago), 27(81), pp. 61-84.
Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) (2020). Política Nacional de Suelo. México, Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano / Instituto Nacional de Suelo Sustentable.
Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) (2021). Acuerdo por el que se expide la Estrategia Nacional de Ordenamiento Territorial. Diario Oficial de la Federación, 21 de abril.
Sistema de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP) (1983). Relación campo-ciudad: la tierra, recurso estratégico para el desarrollo y la transformación social. Ediciones SIAP. Torres-Mazuera, G. y Godoy Gómez, C. (2020). Expansión capitalista y propiedad social en la Península de Yucatán. Cuaderno de Trabajo LMI número 612020.