Este artículo analiza la importancia de conservar la calidad del suelo, con el fin de asegurar el desempeño de las funciones y los servicios ambientales frente a las presiones del cambio del uso de suelo con fines de urbanización. Se destaca la necesidad y urgencia de innovar tanto en la gestión del suelo (urbanizado y urbanizable) como en la gestión de las áreas verdes y parques urbanos, además de las reservas naturales cercanas a estos núcleos. Lo anterior con el objetivo de proveer, mantener y fortalecer sus funciones ambientales. Ya sea en su ámbito natural o urbano, es indispensable contar con instrumentos, normas, programas, etc., que incentiven la correcta gestión del suelo, garantizando el eficiente funcionamiento del entorno natural, dentro y fuera de nuestras ciudades.
En memoria de Susana Judith Hurtado Baker,
promotora de la sostenibilidad e incansable
defensora de los humedales en México.
Cuando Jesús Erquicia, jefe de la Oficina de Ordenamiento Territorial del Gobierno Vasco, hablaba de sostenibilidad urbana, de la ciudad compacta y del principio de transgeneracionalidad en la sostenibilidad, sostenía que “el territorio no es nuestro, sino de nuestros hijos” y que “el territorio es finito” (Deusto, 2013). De inmediato, la idea provocó una “marea” en mi mente, contrastando con las visiones infantiles del Cañón del Cobre, en el estado de Chihuahua, una zona geográfica en donde el territorio parece infinito; de ahí que parezca tan difícil pensar en que ese suelo pueda agotarse.
Hemos trasladado a nuestras ciudades esta visión de “lo interminable del territorio mexicano”. En nuestro país, la gran mayoría de las áreas urbanas devoran territorio a una velocidad alarmante; se expanden al infinito como si el suelo fuese inagotable. En gran parte, varios de los problemas que nos aquejan en la vida urbana —llamadas también externalidades urbanas— tienen su origen en esta forma de expansión (Henry, 2007; Kolstad, 2000a).
Como sabemos, las ciudades ocupan solo 2 % de la superficie del planeta, pero consumen 75 % de la energía y son responsables de 70 % de todas las emisiones de gases de efecto invernadero producidas a nivel mundial (Global Futurist, 2013). Para dimensionar este apetito voraz por el suelo, podemos contrastar el crecimiento urbano frente al crecimiento poblacional. Así, en el contexto latinoamericano esta relación es de 4 a 1, mientras que en las ciudades mexicanas es, en promedio, de 6 a 1 (ONU-Hábitat, 2012). Como en todo promedio, los extremos se diluyen. En el caso de la zona metropolitana de Monterrey, esta diferencia es aún más dramática, ya que, entre 1980 y 2015, la población creció 122 %, mientras que la mancha urbana lo hizo en 733 %. Además, solamente 25 % de la expansión urbana se hizo dentro de las áreas definidas para ello en los correspondientes planes de desarrollo urbano (Consejo Nuevo León para la Planeación Estratégica, 2021).
Ante esta situación, vale la pena preguntarnos qué perdemos como sociedad cuando el desarrollo urbano depreda el territorio en dichas proporciones y fuera de las delimitaciones planificadas para ello. Con el fin de tener una respuesta global, es preciso reflexionar sobre las funciones ambientales que se dan en los diferentes tipos de suelos, y que constituyen las bases para sostener los diversos ecosistemas que en ellos se desarrollan.
Crónica de los servicios ambientales desaparecidos
Entre otras funciones, los suelos constituyen el hábitat de diversas especies de flora y fauna, además de la micobiota y la microbiota. El primer término se refiere al “internet” conformado por los hongos existentes tanto en la superficie e interior del suelo, como en los diversos organismos. El segundo hace referencia al mundo de los microorganismos existentes también en dichos espacios, incluyendo a los reinos Monera y Protista (Muñoz, 2020). Por lo general, pensamos y nos preocupamos en mayor medida de las dos primeras, ya que son las que vemos (flora y fauna), pero igualmente importantes son las que no vemos (micobiota y microbiota).
Las conexiones sistémicas entre estos cinco reinos, en conjunto con el reino mineral, permiten el funcionamiento y mantenimiento de las funciones ambientales, como el ciclo de los nutrientes, el control biológico de enfermedades y plagas, la descomposición de contaminantes, la regulación de gases en la atmósfera y el ciclo hidrológico, solo por ejemplificar algunas. Por ello, su existencia, conservación, fortalecimiento y herencia son no solo un compromiso moral, sino una responsabilidad y una ocupación de las generaciones presentes y futuras.
Pensemos por un momento en lo que sucede, por ejemplo, en un incendio o en un desmonte o desbroce. En estos últimos, los daños son superficiales, afectando en mayor medida la flora y la fauna. Sin embargo, en el caso del primero, los daños son más graves, afectando de manera superficial e interna no solo a la flora y a la fauna, sino también a la micobiota y a la microbiota. En consecuencia, la recuperación de los ecosistemas tras un incendio suele darse en el muy largo plazo, en el mejor de los casos (Secretariat of the Convention on Biological Diversity, 2001). De hecho, como explica la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), es una percepción errónea que el suelo sea renovable en la escala de tiempo humana, ya que se calcula que una capa de suelo de un centímetro de espesor puede tardar alrededor de cien años en formarse. Su degradación puede explicarse, al menos en parte, por la ausencia de políticas públicas que lo consideren un recurso patrimonial y ambiental de primer orden (Semarnat, 2015). Ahora, pensemos en lo que sucede con estas funciones ambientales cuando sustituimos el suelo con concreto, asfalto y ladrillos. La respuesta es obvia: desaparecen por completo.
En la actualidad tenemos un mayor conocimiento sobre las complejas interconexiones entre los seres vivos de los cinco reinos naturales y, por tanto, de las implicaciones de intervenir o afectar los territorios que les albergan. Por ejemplo, preguntémonos, ¿por qué el perezoso desciende al suelo a defecar, exponiéndose así a sus depredadores? La respuesta nos llevará a descubrir que, en sí mismo, el perezoso es un ecosistema que alberga una sorprendente biodiversidad en su pelaje, y es por la superviviencia del ecosistema completo que el perezoso se expone ante los depredadores (Fountain et al., 2017).
Este fascinante caso sirve para ejemplificar el complejo mundo de interconexiones entre especies a lo largo y ancho de los territorios.1 Así, la sana existencia de las relaciones sistémicas entre dichos reinos naturales permitirá, en el corto, mediano y largo plazo, el mantenimiento de las diversas funciones ambientales, garantizando que tanto los territorios como los ecosistemas que en ellos se albergan continúen ofreciéndonos diversos servicios ambientales, como hábitat y sitios de reproducción de especies, paisaje, áreas de recreación, valores culturales, control de la erosión, permeo de impactos ambientales, regulación del clima, fertilidad del suelo, biomimesis, tratamiento de desechos, polinización, provisión de alimentos y materiales, bancos de información genética, entre otros (Belausteguigoitia, 2003; Costanza et al., 1997; Gándara, 2008; Liu et al., 2010; Semarnat, 2015; WRI, 2008).
El valor económico de las funciones ambientales del suelo
Es mucho lo que perdemos socioambientalmente al urbanizar el nuevo suelo disponible, pues dicha transformación será incapaz de sostener sus funciones y de ofrecer esta variada gama de servicios ambientales. Lo más común en las decisiones del mercado del suelo es que estas únicamente consideren el valor del suelo como un bien inmueble, es decir, su valor de uso para urbanización o edificabilidad; en otras palabras, el valor del metro cuadrado en el mercado del suelo para construir en él avenidas, aceras, viviendas, edificios, naves industriales, aeropuertos, etc. Difícilmente encontraremos internalizado en el valor del metro cuadrado de tierra, los valores económicos por sus funciones y servicios ambientales. De hecho, la razón de tal omisión está más decantada en los fallos del mercado —en este caso los de las externalidades positivas— que en el desconocimiento o la ausencia de mecanismos para ello.
En efecto, las herramientas y metodologías de la ciencia económica para la valoración ambiental están disponibles desde mediados del siglo XX, como el costo de viaje, el costo de oportunidad, la estimación de funciones de producción, de utilidad y de precios hedónicos; y otras recientemente, como la valoración contingente, entre otras (Azqueta, 1994; Kolstad, 2000b; Tietenberg, 2003).
Respecto de la valoración económica del ambiente, los trabajos de Costanza et al. (1997) constituyen un hito a nivel mundial, al analizar, por primera vez, una valoración económica de los servicios ambientales ofrecidos por los ecosistemas del planeta. Estos fueron valorados en un promedio de 33 billones de dólares estadounidenses (1012), cantidad 1.83 veces mayor al valor del PIB mundial en el mismo año de referencia.
Como argumentan las y los autores, los servicios de los sistemas ecológicos y las reservas de capital natural que los producen son fundamentales para el funcionamiento del sistema de sustento de la vida en la Tierra, ya que contribuyen, directa e indirectamente, en el bienestar humano, y, por lo tanto, representan parte del valor económico total del planeta. Los resultados incluyen las estimaciones del valor económico de 17 servicios ambientales para 16 biomas. Para toda la biosfera, el valor se estimó en el rango de 16 a 54 billones de dólares estadounidenses (1012) por año, la mayor parte fuera del sistema de mercado.
En México se cuenta con estudios, investigaciones, reportes y publicaciones sobre diversas aplicaciones de valoración económica del ambiente y de muy específicos servicios ambientales. Sanjurjo e Islas (2007) reúnen las experiencias del Instituto Nacional de Ecología (INE) en la valoración económica de los ecosistemas para la toma de decisiones, mientras que Carabias (2003) expone el estado de la valoración económica y conservación de la biodiversidad en México. Por su parte, Noriega (2002) toma los valores reportados por Costanza y los transfiere a los ecosistemas circundantes a la zona metropolitana de Monterrey, en una extensión de 375 748 hectáreas, estimando en 88.5 millones de dólares anuales (227.7 USD/ha) el valor de los servicios ambientales ofrecidos por los biomas del matorral y pastizales, bosque templado, vegetación urbana, vegetación de galería y zonas agrícolas.
A nivel regional y local podemos encontrar valoraciones de servicios ambientales muy específicos. Por ejemplo, Bolaños (2007) estima el valor de los servicios hidrológicos2 ofrecidos por los ecosistemas representativos de la Sierra Gorda en el estado de Querétaro. Los valores anuales de dichos servicios ambientales se encuentran entre 98 USD/ha y 1 730 USD/ha para las cuencas El Chuveje y Arroyo Real. Otro ejemplo es el de Lucio y Gándara (2016), quienes presentan una valoración de los servicios ecosistémicos de biodiversidad y paisaje provistos por el Área de Protección de Flora y Fauna Maderas del Carmen, en el estado de Coahuila, mismos que oscilan entre 184 USD/ha y 419 USD/ha. Esta área es hábitat de especies endémicas y en peligro de extinción, y fue designada la primera área silvestre de América Latina. Los resultados indican una valoración anual, para el servicio ambiental de biodiversidad, de entre 109 USD/ha y 249 USD/ha, mientras que, para el paisaje, los valores se encuentran entre 86 USD/ha y 196 USD/ha.
Por otra parte, Gándara et al. (2006) analizan la valoración de un servicio ambiental muy particular como es el control natural de plagas ofrecido por la colonia de murciélagos (Tadarida brasiliensis) que habita la Cueva de la Boca en el municipio de Santiago, Nuevo León. De acuerdo con información primaria y secundaria sobre la importancia económica de los cultivos de sorgo, maíz, cítricos y nuez en la zona de influencia, y acerca de la intensidad en la aplicación de compuestos químicos para el control de sus plagas, el valor económico de este servicio ambiental es de entre 6.5 y 16.5 millones de pesos anuales, con un valor promedio de 260 pesos por hectárea para estos cultivos (unos 13 USD/ha).
En cuanto a conexiones más directas al ámbito urbano,3 Del Río et al. (2014) estudian la valoración económica de los beneficios sociales y ambientales que proveen áreas verdes en las 17 colonias del DistritoTec en la ciudad de Monterrey. La superficie total de dicho polígono es de 437 hectáreas, de las cuales solo 3 % es área verde, es decir, 132 964 m2. Las áreas verdes urbanas ofrecen diversos beneficios y servicios a la sociedad, al dar imagen e identidad a las ciudades, ser zonas de recreación social, hábitat de animales y plantas, además de ofrecer servicios ambientales tales como retención de agua, microclimas y disminución de ruido. Los resultados contabilizan un valor promedio de 768 377 MXN/ha (unos 38 807 USD/ha) anuales, basados en la disposición de la población a pagar para mantener y conservar dichas áreas. En esta misma línea, Gándara (2004) realiza una valoración económica de los servicios recreativos del parque ecológico Chipinque, en el municipio de San Pedro Garza García, Nuevo León, estimando un beneficio recreativo anual promedio por hectárea de 9 256 MXN/ha (467.5 USD/ha).
Estos ejemplos sirven para destacar no solo la importancia social y ambiental que significa despojar al suelo de sus ecosistemas, sino para evidenciar que esa pérdida también puede expresarse en términos monetarios. Dicha valoración económica permitiría comparar el valor del metro cuadrado del suelo con fines inmobiliarios y de urbanización, frente al valor de los beneficios ambientales que este nos ofrece, en la misma perspectiva de una toma de decisiones basada en un análisis costo-beneficio, o bien, desde el punto de vista privado del mercado del suelo. Ello debiera constituir una herramienta valiosa para el diseño de políticas públicas de uso del suelo más eficientes y sostenibles,4 así como para fomentar una toma de decisiones más consciente entre las y los actores públicos y privados.
En los párrafos anteriores se ha hecho énfasis en el nuevo suelo que se va añadiendo en los márgenes de las marcas urbanas, pero ¿qué sucede con el suelo no edificado y no edificable al interior de los núcleos urbanos? Pensemos, por ejemplo, en cañadas, cuencas, áreas verdes, parques, camellones, lotes baldíos, corredores, etc.; ¿cómo recuperamos la provisión de servicios ambientales o mitigamos y afrontamos pérdidas y riesgos derivados de la urbanización y del propio metabolismo urbano? La respuesta no es nueva, ha sido expuesta en diversos foros internacionales (ONU-Hábitat, 2009), conceptualizada e investigada por diversos autores (i.e. Worldwatch Institute, 2016; Garrido y Gándara, 2016; Garrido y Gándara, 2013), y puesta en práctica en varias ciudades:5 se trata de la sostenibilidad urbana.
La ciudad sostenible
Como expone Gándara (2013), las ciudades son constructos humanos que concentran fenómenos complejos con sistemas que interactúan entre sí: movilidad, seguridad, vivienda, información, residuos, etc.; y donde cada habitante consume recursos (territorio, agua, alimentos, energía, entre otros). Así que una ciudad puede orientarse hacia la sostenibilidad, en función de la forma como se proveen y gestionan dichos sistemas, así como de la intensidad de su metabolismo urbano (uso que se haga de estos recursos, desde su origen hasta su disposición final). Por tanto, la observación urbana ha de enfocarse en todas las dimensiones de una ciudad: territorial, ambiental, económica, social, política, etc. En este sentido, con base en el modelo octagonal de la sostenibilidad6 elaborado por Lozano et al. (2008), se propone una visión holística para la observación de la sostenibilidad urbana. En este modelo juegan un rol vital la conjunción de las y los actores públicos, privados y ciudadanos, así como el diseño y cumplimento de la política ambiental (Kraft, 2004).
Las ciudades son constructos humanos que concentran fenómenos complejos con sistemas que interactúan entre sí: movilidad, seguridad, vivienda, información, residuos, etc.; y donde cada habitante consume recursos (territorio, agua, alimentos, energía, entre otros).
Por tanto, debemos buscar la provisión de los servicios ambientales en los suelos que aún albergan ecosistemas a través de la reforestación con especies autóctonas, la promoción de la polinización y de los huertos urbanos, la prevención de incendios, quema de lotes baldíos y camellones; la conservación de cuencas y escurrimientos, impidiendo la canalización de afluentes; y la prohibición y penalización del vertido de aguas residuales y residuos al ambiente, entre otras medidas y acciones.
De igual forma, se aprende de las buenas prácticas y experiencias que otras ciudades pueden compartir, como la iniciativa “Vitoria verde por fuera, verde por dentro”, en Vitoria-Gasteiz (País Vasco, España), que después de lograr un anillo verde alrededor de la ciudad, ahora se enfoca en introducir corredores biológicos7 al interior del área urbana, sustituyendo vialidades por áreas verdes y rescatando las cuencas canalizadas en el pasado (Ibarrondo, 2013).
Otra experiencia positiva es la reconversión del suelo urbanizado a parques urbanos, como el Parque Fundidora, en Monterrey, donde se recuperaron 144 hectáreas de suelo industrial, y que desde 1988 se administra como un organismo público descentralizado a través del Fideicomiso Fundidora. Otro ejemplo más reciente en la administración de parques urbanos mediante la figura del fideicomiso —que permite la convergencia y diálogo entre las y los ciudadanos, la iniciativa privada y la administración pública— es el proyecto Parque Metropolitano Tres Presas, en Chihuahua. Sin duda, la participación ciudadana es clave en la materialización de las políticas y programas ambientales, como la plataforma ciudadana Unidos por El Huajuco, que busca una gobernanza para el desarrollo urbano sostenible en la Delegación Huajuco del municipio de Monterrey (Montemayor y Gándara, 2018).
Por su parte, las superficies construidas también pueden jugar un papel importante en la senda hacia la sostenibilidad urbana. Todavía es posible mitigar sus impactos en la pérdida de servicios ambientales. Aquí cobran sentido todas las iniciativas para minimizar las huellas energética, hídrica y de carbono de las ciudades. Son varias las megatendencias tecnológicas a nivel mundial que podemos asimilar localmente, entre ellas innovation to zero y smart is the new green (Frost & Sullivan, 2019). La primera incluye propuestas como net zero, zero water runoff y zero waste, que nos invitan a innovar para que nuestras edificaciones sean autosuficientes en agua y energía. Net zero nos reta a desconectarnos de la red eléctrica e hídrica, autogenerando los propios recursos. Zero water runoff es una estrategia en la misma línea, que nos propone lograr cero escurrimientos con el propósito de generar recursos para el autoconsumo y de mitigar la pérdida de infiltraciones al subsuelo. La megatendencia de cero residuos implica innovar en el ciclo de vida de los productos para dejar de generar residuos, tanto de parte de la oferta como de la demanda, al evitar el uso de empaques y de la obsolescencia programada, así como un cambio cultural en el modelo de consumo del “úsese y tírese”. Por otra parte, la tendencia smart is the new green invita a incorporar inteligentemente las tecnologías más innovadoras, de forma tal que las edificaciones puedan coadyuvar (y no sustituir) en las funciones ecosistémicas, como el uso de pinturas fotocatalíticas, de concreto permeable y de smartflowers, entre otras. El uso de estas tecnologías puede contribuir a la descontaminación atmosférica, el mantenimiento del ciclo hidrológico y la minimización de emisiones, respectivamente, y en conjunto también pueden impactar en la regulación climática.
Hasta cuándo dejaremos de considerar al suelo como un recurso inagotable?
En conclusión, hemos reflexionado aquí sobre los impactos ambientales, sociales y económicos que representa la pérdida de los ecosistemas vinculados al suelo y, en general, a los territorios. Se pone de manifiesto que el crecimiento en la extensión superficial de algunas ciudades en México supera hasta en siete veces su crecimiento poblacional, lo cual es un claro indicador de la depredación del suelo, de la desdensificación y, en general, de la expansión de la mancha urbana que considera al territorio como infinito e inagotable.
Ante la pregunta: ¿qué perdemos como sociedad cuando el desarrollo urbano depreda el territorio?, se explicaron las valiosas funciones ambientales que los diversos reinos naturales efectúan y que, gracias a sus dinámicas complejas y sistémicas, nos proveen de una serie de servicios ambientales cuya conservación y permanencia es requisito indispensable no solo para la vida urbana, sino para nuestra existencia y la de las futuras generaciones.
Se contrastó y constató que el valor de suelo debería internalizar el valor de los servicios ambientales en la búsqueda de soluciones más eficientes y sustentables en su uso, en vez de solamente considerar el valor del suelo en los mercados de la urbanización y la edificación. La sostenibilidad urbana brinda una visión estratégica para asegurar la permanencia en la provisión de servicios ambientales tanto en los ecosistemas externos como en los que se encuentran al interior de los espacios urbanos.
Asimismo, la aplicación inteligente de la tecnología en el ámbito urbano puede coadyuvar en la mitigación de nuestros impactos en el ambiente. Además de la gobernanza urbana, donde es vital el diálogo entre las y los actores públicos, privados y ciudadanos, es indispensable contar con instrumentos, normas, programas, etc., que incentiven la correcta gestión del suelo, de forma que se garantice el eficiente funcionamiento del entorno natural dentro y fuera de nuestras ciudades.
Los trabajos de Costanza et al. (1997) constituyen un hito a nivel mundial, al analizar, por primera vez, una valoración económica de los servicios ambientales ofrecidos por los ecosistemas del planeta.
Notas
- Quizás parezca desconectada la referencia al perezoso en el ámbito urbano, pero dependerá de la ubicación geográfica de las y los lectores. En ciudades como Santa Cruz, Bolivia, podría ser un encuentro cotidiano. Asimismo, en la cotidianidad de ciertas áreas de Monterrey puede darse la coincidencia con osos, pecaríes, coyotes, garzas, murciélagos, etc., en el contexto urbano, especialmente en tiempos del confinamiento debido a la pandemia por la COVID-19.
- La captura de agua o desempeño hidráulico es el servicio ambiental que producen las áreas arboladas al impedir el rápido escurrimiento del agua de lluvia precipitada, propiciando la infiltración de agua que alimenta los mantos acuíferos y la prolongación del ciclo del agua.
- No porque en los ejemplos anteriores no se tenga, sino porque es más explícito o directo. Finalmente, el agua producida en la Sierra Gorda es consumida tanto por las poblaciones rurales como urbanas de la cuenca, mientras que el área de influencia de los murciélagos se ubica en un rango promedio de 80 kilómetros alrededor de su cueva, donde entra completamente la zona metropolitana de Monterrey.
- Sostenibles en toda la extensión de la práctica, respetando los principios de transgeneracionalidad, corresponsabilidad, previsión, prevención, entre otros, como se aborda a continuación en términos de la sostenibilidad urbana.
- Véanse, a manera de ejemplo, las European Green Capitals.
- Las ocho dimensiones son: ambiental, social-cultural, económica, político-normativa, educativa, principios de la sostenibilidad, participación de los actores y científico-tecnológica.
- Contrario a lo que sucede, por ejemplo, en Monterrey, donde áreas protegidas como la Sierra Cerro de la Silla están en peligro de convertirse en “islas” en medio del “océano” de concreto y asfalto.
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