En el presente ensayo se explora la relación entre la posesión de la tierra y la desigualdad, desde la primera revolución agrícola hasta nuestros días. En esta exploración se destaca el olvido de la tierra como un factor productivo en los análisis económicos durante la Revolución Industrial y su regreso en las metrópolis globales contemporáneas, donde la ausencia de espacio convierte a la tierra en un bien codiciado que, como sucedió hace más de 10 000 años, genera desigualdad y limita el desarrollo económico.
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Para los economistas clásicos, la tierra ocupaba un lugar fundamental junto al capital y al trabajo. Por mucho tiempo fue el factor de producción más importante y la principal fuente de riqueza de las sociedades. Durante la mayor parte de nuestra historia, al menos desde los tiempos de la primera revolución agrícola hace 10 000 años, la tenencia de la tierra determinaba la distribución de la riqueza dentro de una sociedad y, con ello, la posición en su jerarquía social. Entre los años 10 000 a. e. c. y el siglo XIX, en la mayor parte del mundo, ser propietario de tierras productivas para la agricultura o la explotación de recursos naturales como la madera o de minerales era garantía de riqueza. Tener pocas tierras, que estas fueran poco productivas o no tenerlas condenaba a las personas a niveles de vida inferiores.
Para ejemplificar la importancia que tenía la tierra en el pensamiento de los economistas clásicos es útil repasar la obra de David Ricardo. Siempre un agudo observador de la realidad económica de su tiempo, Ricardo comenzó a formalizar estas relaciones. Se dio cuenta de que la escasez de tierra productiva era una fuente de rentas en la economía y que la poca productividad de la agricultura mantenía los precios de los alimentos muy elevados (Ricardo, 1817). Esto, a su vez, en esencia significaba una transferencia de recursos de las clases trabajadoras a los rentistas, debiendo pagar una proporción mayor de los ingresos de su trabajo para satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, lo que tenía un claro efecto desigualador. Al mismo tiempo era un problema para los dueños del tercer factor de producción, el capital, pues las altas rentas hacían menos atractivas otras inversiones y limitaban las ganancias que se podían obtener de la especialización. De estas observaciones por parte de Ricardo, eventualmente saldrían, además de su famosa teoría del comercio, una serie de argumentos que terminarían en la abolición de las llamadas Leyes del Maíz, que aseguraban las rentas de los terratenientes al impedir el libre comercio de alimentos.
Otro ejemplo, en el mismo período, lo da un amigo cercano de David Ricardo: el igualmente famoso Thomas Malthus. Él formuló la idea que llegaría a conocerse como la trampa malthusiana, la cual afirma que la población crece de manera exponencial, y los alimentos, en el mejor de los casos, de forma geométrica (Malthus, 1798). El modelo malthusiano —quizá el primer modelo económico en el entendimiento moderno de la economía— es otra muestra de lo relevante que era la tierra para los economistas clásicos. Para Malthus era imposible volver a la tierra más productiva pues, al igual que pensaba Ricardo, los trabajadores enfrentarían rendimientos marginales decrecientes si intentaban trabajar más, y aún más tratándose de un activo fijo, como lo es la tierra. Su lúgubre conclusión era que las sociedades estaban condenadas al estancamiento, eternamente fluctuando alrededor de la subsistencia conforme la población crecía en tiempos de abundancia y colapsaba con enfermedades o hambrunas.
Como estos ejemplos podemos encontrar otros más que apuntan al gran valor de la tierra como factor de producción, pero tras las revoluciones industriales que ocurrieron en el siglo XIX, la famosa trampa malthusiana se fue rompiendo para algunas sociedades. La industrialización trajo una aceleración de la urbanización, el comercio internacional permitió que en algunos países se liberaran recursos que estaban atrapados en el sector agrícola y permitieran el surgimiento de nuevas industrias. Así es como la tierra fue desapareciendo del lenguaje de los economistas al pensar en los factores de producción, lo que convirtió al capital y al trabajo en el dúo dominante.
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Esta resumida historia tendría algo de relevancia solo para aquellos interesados en la historia del pensamiento económico o de la economía, pero no es así. La tierra está de vuelta como un factor de producción de enorme importancia para el análisis económico y para la toma de decisiones en nuestras sociedades. Por ello, entender su rol histórico echa luz sobre su papel actual.
Existen dos razones por las que la tierra ha recuperado su importancia: la primera, producto de nuestra urbanización. Más de la mitad de la población global vive en ciudades, un hito en nuestra historia que ha vuelto a esta tierra en un bien muy escaso y, por lo tanto, caro. Una buena parte de los costos de la vivienda que sufrimos hoy en grandes ciudades, sea la Ciudad de México, Londres, Nueva York o Estocolmo, es producto de esa escasez. Estamos volviendo a las épocas donde la tenencia de la tierra significaba poseer grandes rentas y, con ello, nuevamente una fuente de desigualdad.
La segunda razón es menos visible ahora mismo, pero está presente cuando pensamos en la transición energética. Antes de los combustibles fósiles, nuestras principales fuentes de energía eran los alimentos que consumimos para hacer trabajo físico, el alimento que permite a los animales de trabajo hacer su labor, y la biomasa, fundamentalmente leña. Nuestros energéticos eran intensivos en el uso de tierra: bosques que talar para obtener leña o para extender las tierras de cultivo. A esta situación, Wrigley (2010) la llamó la restricción fotosintética. En nuestro presente, en una de esas extrañas vueltas de la historia, la transición energética que desesperadamente buscamos para hacer frente a la crisis climática en el mundo nos hace volver a una situación parecida. Tecnologías como los paneles solares o los aerogeneradores, en la cantidad que se necesitan para satisfacer nuestra demanda de energía, son intensivos en el uso de espacio, de tierra.
Concentrémonos en la primera razón, pues es la más obvia para todos y también la que tiene mayores efectos negativos en el corto plazo, así como soluciones más sencillas. ¿Por qué la tierra se ha vuelto escasa en las grandes ciudades? La respuesta obvia es la urbanización y el crecimiento de la población que vive en ellas. Sin embargo, hay algo más que solo un número mayor de gente: es un proceso de aglomeración que involucra no solo personas, sino también empresas. Como bien explican Krugman et al. (1999), las ciudades tienen efectos centrífugos (es decir, que expulsan personas) y centrípetos (que las atraen). Los centrífugos son cosas como la congestión, la contaminación o el valor de la vivienda. Los centrípetos son la concentración de industrias que generan empleos codiciados por su mayor valor.
Las industrias también pelean por espacio y elevan el costo de la tierra; esos empleos se vuelven un imán que atrae gente y, con ello, la demanda de vivienda. Pronto ambos, empresas y personas, terminan pagando rentas caras e incrementando las ganancias de los modernos rentistas de la tierra.
Esta transferencia de recursos se vuelve una fuente natural de varios problemas. En primer lugar, como mencionaba en el recorrido histórico de este ensayo, las rentas tienen un efecto desigualador. La propiedad de la tierra, de viviendas o de espacios de uso comercial o industrial se vuelve un flujo constante de ingresos (el flujo de rentas pagadas) y de riqueza (la plusvalía de la tierra).
En segundo, se vuelve una distorsión para la actividad económica. Por ejemplo, para Estados Unidos, los economistas Enrico Moretti y Chang-Tai Hsieh (2019) han encontrado que los elevados costos de la vivienda en ciudades estadounidenses le costaron a su economía nacional, en el 2009, hasta 13.5 puntos del PIB; es decir, que la economía era 13.5 % más pequeña de lo que hubiera sido en una situación de precios bajos. No contamos con estas estimaciones para el caso de México, pero no es difícil imaginar que, en lugares como la Ciudad de México, Monterrey o Guadalajara, los efectos de los altos costos de la tierra, y con ello de la vivienda y de espacios de trabajo, tienen efectos en la misma dirección. Quizás, el empleo en esas ciudades sea significativamente menor a lo que tendría en unas mejores circunstancias.
La combinación de “hacer crecer la desigualdad” con “ser un obstáculo para el crecimiento de la economía” tiene efectos nocivos: genera sociedades más estratificadas, con menor movilidad social, mayor inestabilidad política y menor eficacia en la disminución de la pobreza. Menos empleos se traducen en menor crecimiento y más personas en situación de pobreza.
¿Cómo atender este problema? No existen soluciones fáciles, sobre todo por los altos costos políticos y la resistencia de los intereses que se benefician de la extracción de rentas. Sin embargo, dado que la naturaleza del problema es en parte artificial, pues obra de la forma en que regulamos el mercado de la tierra, la solución está en nuestras manos.
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Hoy, como en el siglo XIX con las Leyes del Maíz en Inglaterra, la extracción de rentas derivadas del alto costo de la tierra es producto de la regulación. Las regulaciones que previenen que se densifiquen las ciudades mantienen artificialmente elevados los precios. Esas regulaciones generan transferencias de recursos de toda la sociedad hacia los pocos propietarios que ponen sus bienes en el mercado. Una transferencia que es en extremo regresiva, pues afecta mucho más a los más pobres. De acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval, 2018), en México hay alrededor de 73 millones de personas que no tienen acceso al mercado inmobiliario; es decir, que no pueden adquirir una vivienda. Muchos de ellos usan sus ingresos para pagar rentas elevadas, contribuyendo al caudal de riqueza de unos cuantos favorecidos.
Vale la pena repasar el origen histórico de muchas de esas regulaciones sobre la densidad en las ciudades. Históricamente, las ciudades siempre fueron trampas mortales. La esperanza de vida de las personas era mayor en el campo; mayor densidad urbana traía enfermedades derivadas de la mala higiene personal y pública.
Durante las revoluciones industriales del siglo XIX, las ciudades se volvieron trampas aún más efectivas, con cargas de enfermedades mayores. Esta situación llevó a que los consejos sanitarios de las ciudades regularan el espacio. Se establecieron límites al tamaño de las construcciones, su altura, el tipo de áreas donde podrían construirse, etc. Todo como parte de un esfuerzo por mantener la densidad poblacional bajo control y disminuir la posibilidad de infección y posterior transmisión de enfermedades. Estas regulaciones se fueron congelando con el tiempo y promulgando de ciudad en ciudad.
En nuestro presente, salvo en situaciones como la pandemia, muchas de las situaciones que dieron origen a estas regulaciones ya no aplican. Las ciudades ya no son las trampas mortales que fueron en el pasado. Mantener congeladas muchas de esas regulaciones no beneficia en nada a las ciudades ni a sus habitantes, solo beneficia a aquellos que tienen la posesión de un factor de producción muy escaso. Densificar las ciudades es un aspecto importante, que mejoraría profundamente la calidad de vida de sus habitantes. Tendría un impacto económico positivo: más empleos, más crecimiento, menos personas en pobreza. En otras palabras, tendría un efecto igualador, gracias a la menor concentración de riqueza producto de la extracción de rentas.
Ciudades más densas son ciudades más productivas, ciudades más productivas harán que la economía del país crezca más y, así, harán posible una mayor calidad de vida para todas las personas.
En el futuro, con el crecimiento de las áreas urbanas en el mundo, la presión por recursos naturales y la transición energética, el rol de la tierra como factor de producción seguirá recobrando su relevancia. Por ello es importante que ahora no tenga los efectos desigualadores que ha tenido a través de la historia. Hacer que la tenencia de la tierra no se vuelva una fuente creciente de extracción de rentas y, con ello, de mayor desigualdad, nos obliga a rediseñar nuestra fiscalidad. Por ejemplo, impuestos a la propiedad que reflejen verdaderamente su valor y, sobre todo, un rediseño de las regulaciones sobre el espacio en las ciudades.
Referencias
Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) (2018). Diagnóstico del derecho a la vivienda digna y decorosa. Ver fuente
Fujita, M., Krugman, P. R. y Venables, A. (1999). The spatial economy: Cities, regions, and international trade. Cambridge, Mass: MIT Press.
Hsieh, C. T. y Moretti, E. (2019). Housing Constraints and Spatial Misallocation. American Economic Journal: Macroeconomics, 11(2), 1-39.
Malthus, T. R. (1798-1846). Ensayo sobre el principio de población. Madrid: Lucas González y Compañía.
Ricardo, D. (1817-1911). The Principles of Political Economy and Taxation. London: New York; Dent; E. P. Dutton.
Wrigley, E. A. (2010). Energy and the English industrial revolution. Inglaterra: Cambridge University Press.