En este ensayo se identifican algunas de las políticas públicas más relevantes que podrían implementarse en el corto y mediano plazo desde el gobierno federal, así como desde los gobiernos estatales y municipales, para impulsar un replanteamiento a profundidad sobre cómo queremos que sean nuestras ciudades en el futuro. Se consideran dos objetivos principales: ordenar el territorio urbano y su entorno de influencia, así como favorecer una política de suelo incluyente, que permita acceder a suelo y vivienda adecuada a la población que se ha visto históricamente excluida de la ciudad.
La gestión urbana es una de las tareas más complejas que hay. No solo porque su propia naturaleza involucra el diálogo y la negociación con una diversidad de agentes, sino porque las políticas urbanas suelen tener componentes técnicos considerables, cuya lógica puede resultar contraintuitiva, dificultando aún más el diálogo y la construcción de las propias políticas. Esta dinámica necesariamente implica considerar uno o varios niveles de complejidad: diálogo entre agentes con intereses diversos y muchas veces opuestos; debates en torno de fenómenos difíciles de entender; percepciones arraigadas sobre la situación de los problemas; conflictos recurrentes relacionados con la propiedad; y prejuicios que dificultan la construcción de alternativas compartidas para resolver problemas específicos.
En este ensayo me concentro en dos objetivos: ordenar el territorio urbano y su entorno de influencia, y favorecer una política de suelo incluyente, que permita acceder a suelo y vivienda adecuada a la población que se ha visto históricamente excluida de la ciudad. Estos objetivos son amplios, pero para fines prácticos, planteo tres estrategias que se complementan entre sí para aproximarnos al problema. La primera se refiere a la regulación y normatividad urbana, reflejada principalmente en algunos parámetros urbanísticos; la segunda considera algunos instrumentos de gestión del suelo y de financiamiento del desarrollo urbano para ordenar las zonas de crecimiento de las ciudades, así como para densificar o reconvertir zonas subutilizadas; y, finalmente, la tercera tiene que ver con la cobertura de los servicios básicos y equipamientos urbanos, en especial de la red de movilidad que estructura a las ciudades.
Los instrumentos de planeación urbana son de los mecanismos más importantes que tienen los gobiernos municipales para establecer criterios normativos para orientar la toma de decisiones sobre la ocupación del territorio. La planeación urbana debería ser un instrumento que no solo responde a las necesidades técnicas para definir cómo, cuándo y dónde debería crecer (o no) la ciudad, para impulsar proyectos estratégicos u otorgar todo tipo de licencias y permisos, sino que debería ser también un instrumento que permita alcanzar un acuerdo sociopolítico en la sociedad y entre los agentes que participan en el desarrollo urbano (Iracheta, 2020, p. 263) y, por lo tanto, servir como engrane que legitime y dé certeza jurídica a las decisiones que toman las autoridades locales.
La realidad, sin embargo, dista de coincidir con estos criterios, reflejando desarticulación y desvinculación entre la planeación urbana, los criterios normativos y los mecanismos formales e informales de toma de decisiones y ocupación del territorio, con consecuencias particularmente dramáticas en las zonas periféricas e irregulares de las ciudades. Existen muchas razones para explicar esta desarticulación, que van desde las capacidades de los gobiernos locales, pasando por la complejidad para la gestión de los mercados de suelo y vivienda (con los grandes intereses que los controlan), hasta la corrupción simple y llana. Sin embargo, quiero concentrarme en dos limitantes que, por diseño, reducen las posibilidades de los gobiernos locales para impulsar políticas de suelo y sus instrumentos de gestión y financiamiento del desarrollo urbano.
La realidad refleja que hay desarticulación y desvinculación entre la planeación urbana, los criterios normativos y los mecanismos formales e informales de toma de decisiones y ocupación del territorio, con consecuencias dramáticas en zonas periféricas e irregulares de las ciudades.
La realidad, sin embargo, dista de coincidir con estos criterios, reflejando desarticulación y desvinculación entre la planeación urbana, los criterios normativos y los mecanismos formales e informales de toma de decisiones y ocupación del territorio, con consecuencias particularmente dramáticas en las zonas periféricas e irregulares de las ciudades. Existen muchas razones para explicar esta desarticulación, que van desde las capacidades de los gobiernos locales, pasando por la complejidad para la gestión de los mercados de suelo y vivienda (con los grandes intereses que los controlan), hasta la corrupción simple y llana. Sin embargo, quiero concentrarme en dos limitantes que, por diseño, reducen las posibilidades de los gobiernos locales para impulsar políticas de suelo y sus instrumentos de gestión y financiamiento del desarrollo urbano.
La primera limitante proviene de los criterios técnico-normativos de la planeación urbana, y en específico de las zonificaciones y densidades. Cuando los instrumentos de planeación urbana establecen con lujo de detalle (como suele ocurrir) las zonificaciones secundarias, que incluyen usos del suelo, densidades de población y potenciales de edificabilidad (coeficiente de utilización del suelo o CUS), pueden generar un efecto contrario al que persiguen (De Soto, 1989; Glaeser et al., 2006; Goytia y Pasquini, 2016).
Vamos a desgranar este problema. En primer lugar, establecer densidades puede tener un efecto regresivo y de segregación socioespacial que afecta sobre todo a la población de menores ingresos. Una densidad poblacional prestablecida implicaría que diferentes grupos de ingreso tendrían que afrontar los mismos costos del suelo por lote, a pesar de que los grupos de mayor ingreso podrían acceder a mayores coeficientes de utilización, traducidos en casas de mayor tamaño; mientras que los sectores de menores ingresos mantendrían coeficientes de utilización relativamente bajos, con casas pequeñas, al no poder producir viviendas para más de un núcleo familiar, precisamente por las restricciones de densidad poblacional. Esta dinámica urbana ocurre a pesar de que son los sectores de menores ingresos quienes demandan una mayor densidad habitacional (Bertaud y Malpezzi, 2001; Feler y Henderson, 2011).
Por lo tanto, el efecto de estas políticas es el encarecimiento artificial del suelo, con la consecuente expulsión de la población de menores ingresos hacia zonas en donde el suelo es más barato (más alejadas, con menor cobertura de servicios públicos y, en general, en peores condiciones urbanas), en donde pueden acceder a lotes más pequeños o a lotes con menores restricciones que permitan mayores densidades con viviendas en donde pueden cohabitar múltiples hogares.
Un segundo argumento, vinculado al financiamiento del desarrollo urbano, es que cuando los instrumentos de planeación establecen zonificaciones con densidades y coeficientes de utilización rígidos, la ciudad está otorgando de forma tácita y gratuita un derecho para aprovechar los potenciales de desarrollo, sin que exista una contraprestación a favor de la ciudad por parte de quien resulte beneficiado. En los casos en donde se permiten mayores densidades, prácticamente la ciudad entrega el potencial de desarrollo con bajas o nulas contraprestaciones respecto de las cargas que la mayor densidad generará sobre las infraestructuras urbanas. En los casos en donde se restringe la densidad, igualmente se entrega este derecho al “no desarrollo” que tiende a generar una escasez artificial de suelo, impulsando un proceso de exclusión que igualmente implica una carga para la ciudad en términos de la provisión de servicios básicos e instalación de infraestructuras en zonas cada vez más alejadas.
De lo anterior podemos extraer algunas implicaciones que resultan problemáticas. En primer lugar, si estos parámetros urbanísticos no se definen considerando prioritariamente la capacidad de las infraestructuras instaladas (además de otras características barriales específicas), como pueden ser las redes de agua y drenaje, energía, acceso al sistema urbano de movilidad —particularmente transporte público masivo— y otras infraestructuras, la ciudad estará subutilizando la capacidad instalada o, dicho de otro modo, estará desperdiciando la inversión pública. En esos casos, los instrumentos de planeación requieren mayor flexibilidad, de modo que las decisiones sobre usos de suelo, densidades y coeficientes de utilización puedan adaptarse a las necesidades de la economía urbana y a los umbrales e incrementos de capacidad de la infraestructura que tiene la ciudad.
En segundo lugar, el establecimiento rígido de estos parámetros reduce sustancialmente las posibilidades operativas y legales que tiene la ciudad para implementar instrumentos fiscales o financieros que permitan, por un lado, aprovechar al máximo los potenciales de edificación basados en las infraestructuras y, por el otro, recuperar los costos en que incurre la ciudad para construir y mantener las infraestructuras, así como para proveer servicios básicos de todo tipo.
A manera de ejemplo, la venta de derechos de desarrollo, implementado originalmente en Brasil y uno de los instrumentos de financiamiento y gestión del suelo más exitosos de América Latina, estableció densidades flexibles y un potencial de edificabilidad básico con valor uno, que se considera parte del derecho humano a contar con los medios necesarios para subsistir y, por lo tanto, no tiene costo. Este coeficiente unitario quiere decir que es un derecho del propietario poder construir el mismo número de metros cuadrados que tiene su lote. Si el propietario quiere acceder a un coeficiente mayor, digamos, porque quiere hacer un edificio de varios pisos; entonces debe pagar el diferencial de esa mayor edificabilidad según una fórmula prestablecida que es pública y conocida por los promotores (Furtado et al., 2017). De esa forma, la ciudad recibe recursos para invertir en las infraestructuras que enfrentan cargas crecientes. Ello con el fin de mantener y mejorar la provisión de los servicios públicos, así como impulsar intervenciones urbanas que generen una oferta de suelo y vivienda para la población de menores ingresos, sin poner en riesgo la viabilidad financiera de los emprendimientos impulsados por los propietarios. Otra alternativa sería que la ciudad fijara un porcentaje mínimo de vivienda de interés social que debe considerar cualquier emprendimiento inmobiliario como contraprestación por recibir mayores derechos de edificabilidad, como se hace en Alemania o en la ciudad de Nueva York.
En algunos casos, los instrumentos de planeación requieren flexibilidad para que las decisiones sobre usos de suelo, densidades y coeficientes de utilización puedan adaptarse a las necesidades de la economía urbana.
Kunz y Eibenschutz (2001) plantean cuatro versiones del impuesto predial que se complementan entre sí, y que permitirían alcanzar diversos objetivos como, por ejemplo, incentivar la ocupación de predios vacíos o subutilizados, mediante una tasa predial alta y creciente en el tiempo, sujeta a cumplir con el criterio del mayor y mejor uso del suelo posible; o ampliar la base recaudatoria sin afectar de forma desproporcionada a grupos de población específicos, ni causar distorsiones en los mercados de suelo y vivienda.
La importancia de contar con un impuesto predial fuerte radica no solo en que serviría para fortalecer las finanzas y ampliar las capacidades de los gobiernos locales, sino que también permitiría orientar y dirigir recursos públicos y privados hacia el logro de los objetivos de la política pública. También es importante no olvidar que, de toda la variedad de instrumentos de gestión del suelo y de financiamiento del desarrollo urbano que existen, es el único que se aplica de forma prácticamente universal en México.
Por otro lado, cuando la importancia del impuesto predial no es asumida por los gobiernos locales, es necesario buscar mecanismos alternativos de financiamiento que, si bien difícilmente podrían aplicarse de forma universal, sí podrían ser aplicados en zonas específicas de la ciudad o en contextos particulares. En los párrafos anteriores mencioné dos versiones de la venta de derechos de desarrollo. Este instrumento es sumamente versátil, ya que puede tomar muchas formas dependiendo del contexto político y económico, así como del objetivo de la política pública. La versión básica de este instrumento consiste en vender el excedente de potencial de edificabilidad que busca un propietario, lo que permite internalizar los costos que estaría imponiendo a la ciudad (y a la ciudadanía) derivados de las cargas que originaría sobre las infraestructuras de todo tipo. Una versión más compleja, pero también más eficiente de este instrumento, consiste en establecer un mercado de bonos de potencial adicional de desarrollo que son subastados por la ciudad y negociados en los mercados financieros, y que, por lo tanto, tienen la capacidad de encontrar el precio de equilibrio (óptimo) que refleja el valor de los incrementos en el potencial de desarrollo. Este instrumento no solo maximiza la capacidad recaudatoria del gobierno local, sino que también le permite a propietarios, promotores e inversionistas canalizar un mayor flujo de recursos a las zonas prioritarias de la ciudad, establecidas en los instrumentos de planeación urbana (Sandroni, 2014). De ese modo, los bonos de potencial adicional de desarrollo pueden favorecer el aprovechamiento óptimo de las infraestructuras instaladas, al tiempo que generan un flujo financiero para favorecer el cumplimiento de otros objetivos como, por ejemplo, garantizar la vivienda adecuada a la población de menores ingresos.
Los derechos para aprovechar el potencial de desarrollo también pueden intercambiarse. Esta versión del instrumento está diseñada para aprovechar al máximo el potencial de desarrollo que tiene una ciudad (Uzon, 2014), pero también sirve para generar suelo para espacio público o equipamientos urbanos en donde no están disponibles. Como se puede ver, la variedad y grado de complejidad de la venta o intercambio de los derechos de desarrollo es amplia, por lo que permite ajustarlo al contexto y al objetivo de política pública que se busca, además de permitir también un alto grado de creatividad e innovación a favor de la ciudad.
Otros instrumentos disponibles para el ordenamiento de la ciudad y para generar una oferta de suelo para la población de menores ingresos son los macroproyectos de gestión del suelo (Jiménez Huerta, 2014), los cuales consisten en impulsar grandes proyectos de desarrollo en las zonas de expansión urbana o en zonas que requieren una reconversión de usos de suelo (por ejemplo, zonas industriales en declive). A través de un diseño basado en la mixtura de usos y destinos del suelo, de tipologías de vivienda, así como de grupos de población y de ingresos a quienes va dirigido, es posible aprovechar las economías de aglomeración resultantes para generar flujos financieros que sirvan para financiar la infraestructura y algunos usos y destinos del suelo específicos. En ese sentido, los usos con mayor rentabilidad estarían financiando a los usos con menor o nula rentabilidad, como puede ser la vivienda social o los espacios públicos y equipamientos urbanos.
La puesta en práctica de estos y otros instrumentos de gestión del suelo y de financiamiento del desarrollo urbano tiene como fin cumplir con los objetivos de la política pública. Sin embargo, también tienen otros efectos que no son evidentes a primera vista. Por ejemplo, la implementación de los instrumentos “desinfla” la especulación sobre el valor del suelo y favorece un aprovechamiento más eficiente de las infraestructuras instaladas en la ciudad, lo que a su vez impulsaría una reducción generalizada del costo del suelo urbano, además de una reducción de los diferenciales en el valor del suelo entre diferentes zonas de la ciudad (Goytia, 2020). Por lo tanto, favorecería el acceso al suelo y a la vivienda adecuada por parte de segmentos de la población que, de otro modo, se verían excluidos del desarrollo urbano y expulsados hacia zonas no aptas o irregulares.
Finalmente, la tercera estrategia se relaciona con la cobertura y accesibilidad a la red de transporte público de la ciudad (aunque los principios son aplicables a todos los servicios públicos, equipamientos e infraestructuras urbanas). Para entender este argumento es de utilidad discutir algunos criterios en la formación del precio del suelo. Smolka (2020) considera que un factor determinante no es la deseabilidad del suelo per se, en términos de la accesibilidad a servicios públicos de calidad y condiciones del entorno urbano, sino la diferencia que hay entre el “mejor” y el “peor” suelo de la ciudad, entendido como el que se encuentra en las peores condiciones del entorno urbano y, de nueva cuenta, con menor accesibilidad a servicios públicos de calidad.
En principio, el mayor costo del suelo que tiene una zona céntrica consolidada refleja el menor costo relativo que tienen las familias para gozar de una buena accesibilidad a una variedad de modos de transporte, que van desde el peatonal y no motorizado, hasta el transporte público masivo o el vehículo particular. Por su parte, las familias que viven en zonas menos adecuadas enfrentan costos del suelo mucho menores, pero con menor o incluso nula cobertura y accesibilidad a la red de transporte de la ciudad. Por lo tanto, un factor determinante del valor del suelo son las diferencias entre buenas y malas condiciones de accesibilidad en distintas zonas de la ciudad, más que otros factores que son de carácter subjetivo y que reflejan las percepciones individuales de las personas.
Visto desde otro ángulo, el costo relacionado con la falta de accesibilidad a la red urbana de transporte público es una especie de crédito de largo plazo que deben pagar las familias de menores ingresos que se localizan en asentamientos irregulares para acceder a un lote que es sustancialmente más barato que el suelo con buena accesibilidad (Smolka y Biderman, 2011). El problema es que este “crédito” puede representar costos muy superiores en el largo plazo, de los que habrían enfrentado de haber podido acceder a suelo apto desde un inicio. Estos costos se adicionan según sean las condiciones de accesibilidad (o falta de) a los diferentes servicios públicos, equipamientos o infraestructuras que enfrenta cada lote específico.
Evidentemente, hay muchos otros determinantes del valor del suelo, pero para el caso de las intervenciones que están a disposición de los gobiernos locales para incidir en el ordenamiento del territorio de la ciudad y el acceso a suelo y vivienda adecuada, estos criterios resultan de la mayor relevancia. En esta lógica, la inversión en infraestructura y equipamientos de calidad en las zonas de mayor marginación reduciría los diferenciales que existen en el costo del suelo de diferentes zonas de la ciudad, impulsando un proceso de mayor inclusión socioespacial y mejorando de manera sustancial la calidad de vida de las familias que habitan zonas marginadas y tradicionalmente excluidas del desarrollo urbano. Si este proceso es acompañado de otras políticas de suelo como las mencionadas en los párrafos anteriores, se reduciría la presión que impulsa el crecimiento de los asentamientos irregulares al ampliar la oferta de suelo asequible.
A lo largo de este texto he discutido algunas de las alternativas de política pública con que cuentan los gobiernos locales para avanzar hacia el ordenamiento del territorio y para favorecer una política de suelo incluyente, que permita acceder tanto a suelo como a vivienda adecuada para la población que se ha visto históricamente excluida de la ciudad. México ha dado pasos importantes para contar con bases más sólidas que permitan la implementación de las políticas discutidas; sin embargo, todavía estamos varios pasos por detrás de otros países latinoamericanos que enfrentan la problemática de forma mucho más contundente.
En primer lugar, resulta fundamental aprovechar las herramientas que están a la mano, como es el impuesto predial. De no impulsar un diálogo público y un cambio en los incentivos detrás de la toma de decisiones de los líderes políticos locales, que permita transitar hacia un modelo de fiscalidad urbana sostenible, basado primordialmente en el predial, las ciudades mexicanas están condenadas a mantenerse en un eterno estado crítico (valga la aparente contradicción de términos), sin una ruta que las haga viables en el largo plazo. Una alternativa para alcanzar los cambios requeridos está en modificar las fórmulas con que se asignan las transferencias de recursos federales y estatales para financiar a los municipios. Los criterios deberían incluir una mezcla de factores que reconozcan la realidad local en términos de población y presión urbana, pero también que premien buenas prácticas recaudatorias y castiguen los comportamientos indeseados. De nueva cuenta, estos factores deberían ser técnicos y no políticos, como ocurre al día de hoy.
En segundo lugar, es necesario fortalecer las bases legales establecidas en la Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano para la implementación de los instrumentos de gestión y financiamiento del desarrollo urbano que se discutieron aquí, además de muchos otros que existen y están disponibles para ponerse en práctica. Si bien la actual ley general es suficientemente amplia como para permitir su existencia, no establece criterios claros que sirvan para orientar a los gobiernos locales, lo que ha limitado su implementación, o ha generado una falta de transparencia respecto del origen y uso de los recursos resultantes.
Por último, es necesario replantear los criterios para definir el destino de las inversiones públicas, de modo que sirvan para reducir las diferencias en accesibilidad a los diferentes bienes y servicios que ofrece la ciudad. Particularmente relevante resulta impulsar la constitución de nuevas centralidades que le den una vida propia a las diferentes zonas de la ciudad y que reduzcan la presión sobre el sistema de movilidad. Además, estas nuevas centralidades podrían generar dinámicas positivas propias que se constituyan como un motor local del desarrollo urbano, reduciendo la dependencia del centro que sufren todas las ciudades.
Referencias
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