La reciente reforma a la Ley del Infonavit abrió la posibilidad de que las y los derechohabientes utilicen su crédito para la compra de un terreno. Esto debido a que la autoconstrucción ha sido la forma en que un número considerable de mexicanas y mexicanos han logrado hacerse de un patrimonio. Si bien este cambio normativo obedece a la realidad de las y los trabajadores, su implementación ha generado dudas acerca de posibles consecuencias imprevistas.
Antes de la última reforma a la Ley del Infonavit —y más específicamente a los artículos 41 y 42—, el otorgamiento de créditos se restringía a la compra de vivienda nueva o usada, así como al uso de los recursos para remodelación o ampliación de vivienda propia. El gran cambio normativo que se introdujo en diciembre de 2020 fue la posibilidad de usar los recursos del crédito para la compra de terrenos.
El diagnóstico en el que se sustenta esta modificación es acertado: la autoconstrucción de vivienda en un terreno propio es el modelo más socorrido para buena parte de la población de este país. Sin embargo, las nuevas posibilidades que abre esta reforma también han despertado dudas, debido a que la vivienda familiar (o unipersonal) es un bien patrimonial que sigue muy arraigado en el imaginario de las y los mexicanos. Tener una propiedad donde vivir es una meta cultural y socioeconómica; muchas angustias de las personas adultas pasan por ahí. Las decisiones son difíciles y casi nunca son racionales, pues suelen estar determinadas por muchos criterios subjetivos que no tienen que ver solo con la capacidad de compra (ya sea por recursos propios o por endeudamiento).
El cuadro de vida al que aspiramos es una abstracción que incluye la seguridad, tanto física como psicológica; esto implica no sentirse expuesto a la delincuencia o a catástrofes naturales, además de tener certeza patrimonial. También están las cuestiones relativas al tipo de vecinos que “compramos” con la casa, y a ello se suma la proximidad territorial con los espacios de trabajo, consumo, ocio, recreación, educación, salud, entre otros; amén de las áreas verdes y la estética y funcionalidad de la vivienda, todos aspectos cualitativos que también influyen en nuestra elección y por los que, en ocasiones, estamos dispuestos a pagar un sobreprecio. Esto lo constaté a partir de entrevistas a personas de clase media de la Ciudad de México en mi tesis doctoral, luego publicada como libro.
En el ámbito de la sociología y la antropología no es un razonamiento nuevo ni original. Existe un texto clásico de Pierre Bourdieu sobre el mercado de vivienda en la Francia metropolitana que inspiró trabajos de investigación en otras latitudes. Aún a la vuelta de los años, sigue siendo muy pertinente hacer la referencia a esta lectura que deja claro que no existe tal cosa como la “elección racional” para algo que se alimenta de los anhelos de las personas y que implica enormes esfuerzos y hasta sacrificios.
Otra virtud del referido texto es entender los campos en disputa, que incluyen a las empresas constructoras que ofrecen, no solo vivienda, sino un “concepto”; a los organismos crediticios que le ponen precio al dinero y que pueden encarecer en un buen porcentaje los gastos totales; así como a los gobiernos municipales o las instancias a las que les ha tocado otorgar los permisos para construir. Reflexionar sobre los sujetos sociales involucrados tiene muchas posibilidades heurísticas o, dicho de forma simple, es la manera como se reparte el pastel (de la vivienda). Ese análisis permite identificar quiénes se llevan las rebanadas más grandes, casi siempre en menoscabo de las opciones de quien compra. Esto, desde luego, está determinado por las decisiones de política pública, en el actuar de las instituciones y en los marcos normativos vigentes.
A partir de mayo, el Infonavit dio a conocer las nuevas y más flexibles formas de otorgar y ejercer los créditos. Todo hace suponer que estas opciones están más en relación con las necesidades y las formas de vivir y construir de las y los derechohabientes.
Hagamos memoria sobre el caso mexicano. Durante el mandato de Vicente Fox, y siguiendo los lineamientos del Banco Mundial, se estimuló el negocio de la vivienda masiva que prometía ser muy rentable (aunque años más tarde algunas desarrolladoras quebraran). Su intención explícita fue motivar (con dinero del ahorro de las y los trabajadores) un negocio en el que bancos e inmobiliarias tenían un papel predominante en la creación de la oferta de vivienda y en la generación y obtención de plusvalor. Con el presidente Felipe Calderón se acentuó esta tendencia. Las constructoras tuvieron cada vez más injerencia en la toma de decisiones de qué, cómo y dónde construir. Lo anterior abonó a la dispersión de las ciudades, que se extendieron de forma difusa, haciendo que la dotación de servicios urbanos se hiciera onerosa por el deber de llevarlos hasta zonas alejadas. A este fenómeno (y a otros tantos saldos negativos) se le denomina de forma genérica como formas de urbanización neoliberal. Este modelo promovió más la construcción y la colocación de créditos que el impulso al objetivo primordial del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit): dotar de vivienda social a las personas que no tienen capacidad de pago o de endeudamiento para solventar los precios del mercado (Ziccardi, 2015).
Algún freno se intentó poner el sexenio pasado con el Programa Nacional de Vivienda y con la creación de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) pues, al menos en el papel, se intentó controlar la expansión de las manchas urbanas, garantizando un modelo de desarrollo urbano sustentable en lo social, económico y ambiental. Sin embargo, el asunto de la vivienda social no mejoró realmente. La gente, en muchos casos, con tal de tener una casa propia, siguió aceptando las condiciones ínfimas de vivienda que ofrecían las inmobiliarias dedicadas al negocio de los emprendimientos masivos. Fraccionamientos distantes de los espacios de educación, salud y empleo; conformados por casas de tamaño reducido, construidas con materiales de mala calidad y, en algunos casos, ubicadas en zonas de riesgo por fenómenos naturales o por la inseguridad social.
En fin, se promovió vivienda con muchos sobrecostos ocultos. No es casualidad que, en estas circunstancias, muchos propietarios en ciernes decidieran dejar sus casas, e incluso, dejar de pagar sus créditos. Son el saldo de décadas de mala gestión. El propio Infonavit (2015) hizo un detallado diagnóstico al respecto. En aquel entonces, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) contaba alrededor de 5 millones de viviendas deshabitadas. Hoy, según la misma fuente, se cuentan 6.1 millones.
Ahora bien, las adecuaciones de diciembre de 2020 a la Ley del Infonavit parecen ir a contracorriente de, al menos, tres sexenios de ventajas a los constructores. Sin embargo, revertir esas inercias no será tarea fácil. Poner recursos a disposición para la compra de un terreno o para la autoconstrucción ha generado dudas, e incluso críticas airadas. No basta con el diagnóstico de usos y costumbres, de formas de habitabilidad. Si bien tener un lugar donde vivir es una cuestión de derechos humanos y en nuestro país es una garantía constitucional asentada en el artículo 4 de la Constitución, la forma en cómo se construye y financia la adquisición de ese hogar está lejos de lograr consensos, incluso entre las y los conocedores del tema.
Recientemente, en un blog de especialistas (la mayoría en urbanismo y derecho) se me ocurrió comentar que me parecía acertado el cambio a la Ley del Infonavit, porque reconocía lo que para sociólogos y antropólogos son realidades insoslayables: la posibilidad de adquirir un terreno para luego edificar mediante la autoconstrucción es una forma muy socorrida de procurarse una vivienda. Se me vino una marejada de regaños, por decir lo menos; casi todos fundamentados en criterios estéticos y relativos al ordenamiento territorial. Yo solo contrargumenté mencionando la pertinencia de los candados que establece la propia ley: el proceso tendrá respaldo institucional a través de un crédito y de un acompañamiento técnico. Asimismo, para poder comprar terreno o construir en él, este debe contar con servicios, como luz, agua y drenaje, además de estar en un lugar con alumbrado público, servicio de recolección de basura, cobertura de telecomunicaciones y, en fin, terrenos habitacionales que cumplan la normativa urbana, ecológica y de protección civil. Esos candados, a mi juicio, garantizan certeza patrimonial y buenas condiciones de habitabilidad.
Pero, por lo visto, lo arriba referido no son solo inquietudes de mis colegas. El propio director de la institución, Carlos Martínez Velázquez, ha dicho que, resultado de las mesas de trabajo creadas ex profeso, las y los representantes de las personas empresarias, trabajadoras, de los gobiernos locales, entre otros, le han manifestado su preocupación en relación a que estas nuevas formas de financiamiento puedan abonar al desorden urbano, haciendo necesaria la asistencia técnica para que la vivienda autoconstruida sea segura y de calidad.
Desde luego que son preocupaciones legítimas y hay que prestarles oídos. Hay un antecedente importante a considerar. En las ciudades mexicanas, con la reforma al artículo 27 constitucional de 1992 se liberó al mercado una gran extensión de suelo urbanizable. Lo que antes había sido concebido como tierra para la producción agropecuaria y para la reproducción de los modos de vida campesinos, incluso indígenas, se comienza a concebir como el gran negocio que permite hacer crecer la dimensión de los centros urbanos a costa de suelo barato. La otrora vocación rural y la intención de hacer producir la tierra ejidal cede su paso, al menos para los ejidos que rodean las ciudades, a una vorágine por parte de los despachos desarrolladores de vivienda y demás constructoras que ven en el suelo barato una gran posibilidad de obtener ganancias. Las comisarías ejidales de los contornos de las ciudades ya cuentan con servicios, lo que las convierte en el primer paso para dar lugar a la lotificación y luego construcción o autoconstrucción en esas tierras de reciente pasado agrícola.
Desde luego, esto no es ilegal, pero tampoco es deseable. No es lo más conveniente para las ciudades que crecen de forma difusa y sin darle su debido peso a los programas de ordenamiento territorial (que son casi todas en el país). Además, se desperdicia una buena oportunidad para volver a hacer productivo el campo de la periferia próxima a las ciudades, con las ventajas económicas, de empleo y ambientales que esto pueda acarrear. Mención aparte merecen los así llamados lotes o terrenos de inversión, que al parecer sí están al límite de lo legal. Al menos en Yucatán, es un asunto tan delicado que ya se está tratando de ordenar con una iniciativa de ley en el Congreso local.
Estos lotes de inversión, que casi siempre son terrenos en medio de la nada, distantes y sin servicios, por ahora no aplican para los posibles créditos del Infonavit, pero hay resquicios que hacen temer que se cumplan las profecías que suponen que las y los alcaldes de esos municipios se puedan subir al negocio inmobiliario, dotando de servicios y promoviendo la construcción de vivienda lejana, inconexa con la urbe central o con las cabeceras municipales, sin calidad y sin respeto al medioambiente. Hay que impedirlo a toda costa. Esos lugares serían mejor aprovechados si dotaran de servicios ambientales a la ciudad, como receptores de carbono o como zonas de recarga pluvial, o incluso como espacios que recuperen su vocación agrícola.
En la Asamblea General del Infonavit del 29 de abril de 2021 se definieron los mecanismos para garantizar que los peores escenarios invocados por mis colegas nunca sucedan. A partir de mayo, el Infonavit dio a conocer las nuevas y más flexibles formas de otorgar y ejercer los créditos. Todo hace suponer que estas opciones están más en relación con las necesidades y las formas de vivir y construir de las y los derechohabientes. Me parece un gran paso que el subsidio no sea a la oferta de vivienda, lo cual, en realidad, beneficiaba fundamentalmente a las constructoras. Es de suponerse que, con esta reforma, el Infonavit esté más comprometido con la promoción de la vivienda social y no solo con la colocación de créditos en el mercado, como fue la característica del período neoliberal que sí propició el desorden urbano y la vivienda de mala calidad.
Referencias
Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit) (2015). Atlas del abandono de vivienda. México: Cuadra.
Ziccardi, A. (2015). Cómo viven los mexicanos. Análisis regional de las condiciones de habitabilidad de la vivienda. México: IIJ-UNAM.