En este texto, las autoras recaban y analizan algunos datos de la ENVI 2020 referentes a la vivienda, y presentan algunas propuestas para avanzar a un planteamiento que contribuya a cambiar el rumbo de las tendencias devastadoras a la crisis ambiental, con el fin de disminuir la vulnerabilidad y fortalecer la resiliencia de la población rural y urbana.
La crisis climática y la crisis civilizatoria están intrínsecamente ligadas, lo cual incrementa la vulnerabilidad de muchas poblaciones. Es notable que, a través de las políticas públicas, usualmente se intenta aplicar soluciones urbanas para las zonas rurales, a pesar de la tendencia que hemos observado acerca de los impactos negativos y afectaciones a nivel global que las ciudades han generado en las poblaciones no solo urbanas sino rurales. Si bien en ambos entornos existe una fuerza autogestiva constructiva y productiva importante, lo urbano ha crecido y se ha desarrollado de manera muy distinta a los contextos rurales. Sin embargo, no por ello podemos perder de vista la importancia de su relación interdependiente y, por lo tanto, de enfrentarlas mediante enfoques de pensamiento complejo y sistémico. Esto implica un esfuerzo por comprender las aportaciones que cada entorno hace al sistema, así como otras formas de habitar el mundo.
En este documento presentamos alternativas de las cuales hemos sido testigos a través del trabajo que realizamos en Cooperación Comunitaria, A. C. (CC)1 en zonas rurales de México. Algunas de las contribuciones del ámbito rural a las soluciones habitacionales sustentables parten del conocimiento profundo y ancestral del contexto, así como de su adecuación a los distintos entornos naturales; no obstante, los indicadores de desarrollo y bienestar que utilizan las políticas públicas en México son generados para espacios urbanos y se aplican igualitariamente para los entornos rurales, dejando de lado su capacidad de desarrollo y crecimiento endógeno.
El problema campo-ciudad: un sistema integral e interdependiente
Los bienes comunes2 han sido históricamente aprovechados, cuidados y administrados colectivamente por distintas poblaciones. Esto como fruto del esfuerzo autorganizativo de las comunidades originarias por construir estructuras de cooperación, toma de decisiones y acciones hacia objetivos comunes, las cuales prevalecían hasta antes del arribo de la lógica mercantil; misma que se ha ido imponiendo a escala global, enalteciendo al individuo como un axioma que justifica y promueve la privatización y comercialización de estos bienes.
Dicho lo anterior, los beneficios y perjuicios ambientales se distribuyen tanto sincrónica como diacrónicamente, relación en la cual
no todos los humanos son igualmente afectados por el uso que la economía hace del ambiente natural. Unos se benefician más que otros, unos sufren mayores costos que otros, de ahí los conflictos ecológico-distributivos o conflictos de justicia ambiental (Martínez, 2015).
Este tipo de conflictos son los que suceden en la relación dicotómica urbano-rural.
Desde su misma conceptualización, el marco de referencia para diferenciar lo urbano de lo rural se acota al tamaño de la población, lo que indica una simplificación y una falta de comprensión sobre la importancia del acontecer campesino.3
Estas posiciones resultan cuestionables por enmarcarse en un discurso homogeneizador, que tiende a absorber dentro del esquema industrial a la mayor parte de la población. Actualmente existen importantes propuestas de reconceptualización de lo rural. De entre ellas, destacamos la siguiente:
En términos de la política pública para las zonas rurales, es importante avanzar y consensuar una definición operativa de lo rural que sea más cercana a su realidad. La medición de las zonas rurales acotada al tamaño de la población subestima la cantidad de habitantes que residen en estos espacios; mientras que con este indicador la población rural en el país es de 23%, nuestros cálculos indican que asciende casi a 38% (González y Larralde, 2013).
De no avanzar hacia un posicionamiento crítico, se continuará alimentando una visión del territorio escindida y, con ello, la incapacidad de entenderlo como un espacio continuo de relaciones interconectadas y sistémicas.
Relación asimétrica entre lo urbano-rural
Los alimentos producidos en el campo abastecen a gran parte de la población, tanto rural como urbana. Un informe elaborado por el Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (ETC, 2017)4 asevera que 70% de la población del mundo se alimenta por la contribución de pequeños productores, quienes tienen menos de 25% de las tierras agrícolas. Mientras, la agroindustria, que controla 75% de la tierra agrícola, solo alimenta a 30% de la población mundial. Además, entre 33 y 50% de lo que produce la cadena agroindustrial se desperdicia (Rezaei y Liu, 2017), generando entre 44 y 57% de los gases de efecto invernadero (GEI) relacionados a esta industria.
Asimismo, el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático 2020 (IPCC, por sus siglas en inglés) sostiene que la urbanización continúa siendo una tendencia global asociada al aumento de los ingresos, lo que conlleva a un mayor consumo de energía y más emisiones de GEI. Desde 2011, la proporción de la población mundial que vive en zonas urbanas es superior a 52%, pero se prevé que en 2050 será entre 64% y 69%. Es decir que, a pesar de las evidencias y estimaciones, desde las políticas públicas, el rumbo continúa siendo el mismo.
Las poblaciones urbanas aumentan su tamaño más rápido que la capacidad de respuesta de las autoridades encargadas de abastecerlas con infraestructura de viviendas y servicios. En el caso de la Ciudad de México (CDMX), por ejemplo, los sistemas de abastecimiento de agua y drenaje son de los más complejos del mundo. Pero, pese a su gran escala, no tienen la capacidad de abastecer a los 23 millones de habitantes de la zona metropolitana del Valle de México (ZMVM).
Por ejemplo, el sistema Lerma-Cutzamala es una obra de ingeniería hidráulica compuesta por 12 930 km de tuberías, cuya infraestructura inicia en Michoacán y pasa por el Estado de México para, finalmente, llegar a la CDMX. Bombea 16 m3/s, con un costo anual de 3 000 millones de pesos y un consumo de 2 280 millones de kilowatts por hora (IMTA, 2013). Las fallas en este sistema afectan no solo a las alcaldías más marginadas de la ciudad, sino también a los miles de habitantes de comunidades aledañas que dependen de este sistema y resienten las repercusiones del desecamiento de los cuerpos acuíferos.5
A su vez, el drenaje de la CDMX está conformado por cuatro sistemas. Cuando el agua empieza el desalojo, su primer punto de llegada es el Valle del Mezquital, en Hidalgo, donde, después de recibir tratamiento, se utiliza para riego. El resto desemboca en el río Tula, que es un aportador al río Pánuco, y de ahí va al Golfo de México. A pesar de su dimensión y complejidad, su capacidad es insuficiente y actualmente ha perdido 30% de su alcance en comparación con 1975, año en que se construyó.
Ejemplos como este demuestran que, cuando las infraestructuras alcanzan grandes escalas, se establece una relación parasitaria dentro de la dicotomía campo-ciudad.
Resistencias desde la autogestión y adaptación al contexto
Ante la desigualdad de oportunidades, en los países latinoamericanos existe la capacidad, desde hace décadas, de producir de manera autogestiva la vivienda y el hábitat,6 ya sea por cuenta de los mismos habitantes (autoconstrucción) o a través de la búsqueda de los recursos económicos, materiales o humanos, para autofinanciar la construcción de su vivienda, asesorada y construida por alguien más (autoproducción). Esta práctica autogestiva de gran parte de la población es la que ha ido construyendo durante décadas 63% de la CDMX (Suárez, 2006).
En el caso de México, según los datos proporcionados por la Encuesta Nacional de Vivienda (ENVI) 2020 (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [Inegi], 2021), 57.3% de las 23.9 millones de viviendas propias fue construida por las mismas familias o contrataron a un profesional para este fin. Los estados con las tasas más altas en este rubro fueron Oaxaca, Guerrero, Tlaxcala, Chiapas e Hidalgo, cuyas cifras van de 76 a 87% de las viviendas nuevas.
Al analizar los datos sobre la forma en que fueron financiadas las viviendas propias, constatamos que 65.4% es autofinanciada por las familias, sin ayuda de ningún programa gubernamental. La segunda manera de financiarlas es a través del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), que representa 18%. Esto nos indica que la mayor parte de la población soluciona de manera autogestiva sus necesidades de vivienda.
Estas formas autogestivas también cubren otras necesidades como las alimentarias y sociales, generando diversas formas de organización colectiva y comunitaria.
Asimismo, la riqueza biocultural de México se ha generado a partir de la relación de las poblaciones con sus territorios, así como de la transformación de sus bienes naturales mediante una serie de técnicas constructivas y productivas adaptadas a sus contextos, lo que ha contribuido a desarrollar diversas formas de habitar de acuerdo con cada una de las distintas regiones. Sin embargo, esta riqueza está desapareciendo, consecuencia de una aspiración al desarrollo por parte de la población rural, cuyas viviendas de materiales naturales son desplazadas por construcciones con materiales industrializados. Esto trae como resultado la extinción de los conocimientos relacionados a dichas técnicas, desarrolladas durante cientos de años por poblaciones indígenas y campesinas; haciendo irreversible la posibilidad, por un lado, de producir y construir de manera sustentable; y por el otro, de recuperar las formas organizativas y autogestivas que han permitido la vida rural, ocasionando también un daño económico, cultural, social y ambiental.
¿La vivienda urbana es mejor que la rural?
Por lo general se tiende a señalar las desventajas de la vida campesina desde un enfoque fragmentado y no sistémico, invisibilizando el potencial eficiente y sustentable que existe en las áreas rurales. Como afirma Echeverri:
en lo económico a través de un aprovechamiento racional y sostenible de sus recursos [sic]; en lo social dado que tiene oportunidad de generar incrementos reales de productividad y remuneración a través de mejores mercados laborales; en lo ambiental en cuanto a modelos posibles de conservación; y en lo político, a través de mecanismos de creación de mayor gobernabilidad (2011).
En México resulta problemático utilizar los mismos indicadores en territorios tan distintos y con poblaciones diversas. Un ejemplo de esto es el piso firme de concreto, considerado como uno de los indicadores de bienestar, mientras que el piso de tierra es concebido como un indicador de pobreza.7 Lo mismo ocurre con los muros y techos, pues, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), las paredes de bajareque (varas de madera tejidas con aplanados de tierra), al igual que el carrizo, el bambú y la palma (DOF, 2010, actualizado en 2018), están dentro del rango de la precariedad, sin tomar en cuenta las condiciones económicas, culturales y ambientales del contexto, al que las comunidades se adaptan mediante estos materiales y sus técnicas constructivas; o sin considerar su bajo costo y fácil obtención, lo que permite a las familias de zonas marginadas acceder a una vivienda adecuada. Además, la tierra es un material más sustentable que el cemento, ya que la producción de un bloque de concreto genera 97 kg de CO2, mientras que el bloque de adobe produce 3.2 kg de CO2.8
Otro dato interesante que proporciona la ENVI 2020 se refiere a los daños estructurales, principalmente causados por humedad y filtraciones de agua en 44.25% de las viviendas, así como grietas y cuarteaduras en 40.8%. En el caso de las humedades y filtraciones, normalmente se debe a una inexistente adaptación de la vivienda a las condiciones físicas del entorno.
A lo largo del trabajo realizado por CC con comunidades rurales se ha podido constatar que, en localidades asentadas en suelos montañosos, húmedos, donde siempre se han usado adobes y piedra para construir, el cambio a bloques y losa de concreto facilita que se humedezcan los muros y techos. Esto es así porque el concreto permea el agua e impermeabilizar genera un alto costo para estas poblaciones marginadas; a diferencia del adobe, que tiene una interacción más natural con el medioambiente, así como los techos a dos aguas –de distintos materiales–, cuya pendiente correctamente calculada contribuye mecánicamente a conducir el agua.
Por otro lado, la condición sísmica del país nos exige construir con altos estándares estructurales, con relación a los distintos coeficientes. De acuerdo con la zonificación sísmica, no es lo mismo construir en la zona D (la más alta), que se encuentra en la costa del Pacífico, que en la zona A, donde raramente ocurre un sismo. No es una coincidencia que los estados más marginados, con menos recursos económicos, sean los que se encuentran en la zona más vulnerable del país.
Usualmente se asume que las viviendas construidas con materiales naturales y locales presentan mayores daños en comparación con las de materiales industrializados. Sin embargo, durante el trabajo de reconstrucción posdesastre que CC ha realizado para levantar los daños y entender las causas de los mismos, se ha podido demostrar que, comúnmente, las fallas en los sistemas constructivos se deben a la ausencia de mantenimiento y a la pérdida del conocimiento constructivo tradicional. A esto se suman las construcciones con materiales industrializados que se adosan a las tradicionales y, al momento de moverse diferencialmente, causan daños.
La ENVI demuestra que los estados con viviendas más afectadas por grietas y cuarteaduras son aquellos que se encuentran en los sitios más vulnerables ante las diversas amenazas naturales y socionaturales. Ahora, a pesar de que las viviendas en estos estados son las más vulnerables, muchas de las que están construidas con materiales locales han resistido sismos fuertes, como el de 2017, mostrando su eficiencia sísmica.9 Sin embargo, por esta condición geográfica necesitan un análisis estructural, estudios de suelo y refuerzos realizados con materiales compatibles, lo cual encarece su producción. ¿No sería conveniente, entonces, diferenciar desde las políticas públicas los montos de financiamiento en las regiones de mayor vulnerabilidad ante las distintas amenazas?
Lo mismo ocurre con los indicadores para medir las viviendas con disponibilidad de agua entubada y de drenaje o lugar de desalojo. En las comunidades rurales marginadas difícilmente existe drenaje; y, si lo hay, los desechos van a parar al río más cercano, contaminando comunidades abajo o pasando por plantas de tratamiento que dejan de funcionar y son costosas de reparar.
La ENVI 2020 muestra que 78.1% de las viviendas cuenta con drenaje, 16.2% tiene fosa séptica o biodigestor, 1.3% descarga en una barranca o cuerpo de agua, y 4.3% no tiene drenaje, más allá de no decir dónde descarga sus desechos. A este respecto, sorprende que no existan indicadores que consideren al baño seco, ya que, al no utilizar agua y poder reintegrar los desechos a la naturaleza en forma de abono, es la opción más sustentable. Por otro lado, si analizamos lo ineficiente, el alto costo y lo contaminante que resulta el drenaje en la ZMVM, por ejemplo, pensar en otras posibilidades de menor escala se convierte en una prioridad.
El agua entubada es un indicador de desarrollo. En la CDMX tiene un alto costo trasladarla de tan lejos, en tubos cuyas fugas son difíciles de detectar y reparar (aproximadamente 40% del agua que llega a la ciudad se desperdicia en fugas). Los indicadores no toman en cuenta la recaudación de agua pluvial, lo cual solucionaría los problemas de suministro y evitaría, en el caso urbano, la saturación del drenaje.
Lo anterior muestra cómo la infraestructura hecha a gran escala para abastecer de servicios a las grandes poblaciones que habitan en ciudades, tarde o temprano se vuelve una colección de sistemas tanto ineficientes como contaminantes, y que, para colmo, no alcanzan a satisfacer la elevada demanda de una población creciente. Asimismo, todavía no se han desarrollado opciones para la construcción de infraestructura de servicios a escalas domésticas que permitan depender menos del sistema central y ser más sustentables.
Una apuesta por impulsar alternativas locales desde las organizaciones de la sociedad civil
El trabajo con las comunidades, partiendo de la escucha activa, nos muestra el camino a seguir. Se trata del comienzo de un fructífero proceso donde conocemos a profundidad la naturaleza de cada comunidad, haciéndonos responsables de operar con la minuciosidad que requiere cada entorno particular, pero, también, de dar voz a los participantes y de visibilizar sus realidades.
Las personas participantes de los cuatro proyectos que acompaña Cooperación Comunitaria actualmente pertenecen a siete grupos etnolingüísticos que, según su autodenominación, son Me’phaá, Tzjon Non, Hñahñu, Tzeltal, Binnizá, Ikoojt y Angpøn. Estas comunidades habitan en zonas rurales de los estados de Guerrero, Hidalgo, Chiapas y Oaxaca, y en su mayoría se dedican a la agricultura y viven en zonas de marginación media y alta. El grado de vulnerabilidad que presentan está relacionado con las características geográficas del lugar que habitan y del despojo al que han sido sometidos de manera estructural, lo que ha repercutido en una autopercepción que les impide apreciar a plenitud el valor de los elementos identitarios propios de su cultura. Algunos de los grupos han visto exacerbadas las condiciones de vulnerabilidad debido a algún desastre climático o geológico.
El esquema de trabajo asegura la participación de las personas en todas las etapas de la producción social, como el diagnóstico, el diseño participativo, la organización y la planificación, la capacitación técnica, la autoproducción (ya sea un trabajo de construcción o producción), la evaluación y el análisis del uso y mantenimiento una vez terminado.
CC trabaja en dos modalidades: la primera se caracteriza por el trabajo con sujetos colectivos organizados y agrupados en torno de una actividad productiva que busca recuperar sus formas tradicionales de producir. Estos grupos expresan la necesidad de construir centros de uso comunitario, destinados a la realización de su actividad productiva y a la formación en sus técnicas productivas a otras comunidades o grupos. La segunda modalidad consiste en procesos desarrollados en zonas que han sido afectadas por desastres socionaturales. Se contribuye a solucionar esta problemática de manera participativa, integral y social. El objetivo es incrementar la habitabilidad a través del mejoramiento de las construcciones y el fortalecimiento de los lazos comunitarios, al igual que la disminución de la vulnerabilidad en sus dimensiones sociocultural, constructiva, ambiental-territorial y económica.
CC no solo asesora los procesos constructivos, sino que también trabaja para fortalecer las capacidades productivas, organizativas y ambientales-territoriales de las comunidades para resguardar su patrimonio biocultural.
Si bien la marginación y la llegada de programas asistencialistas, tanto públicos como privados, han acabado con gran parte de su conocimiento tradicional, la misión de CC es rescatar los saberes ancestrales relacionados a la producción y la construcción, que durante siglos han hecho de manera sustentable y adaptada al entorno, y los cuales complementa con tecnologías adaptadas para reforzar los sistemas con el fin de que sean más eficientes ante amenazas como huracanes, sismos, inundaciones, entre otras.
Además de recuperar los sistemas constructivos y materiales locales, se han integrado ecotecnias que contribuyen al ahorro energético y al consumo racional. Por ejemplo, del baño seco se obtiene materia orgánica que se utiliza como fertilizante para los huertos y la milpa; la estufa ahorradora de leña disminuye el consumo de madera y reduce los riesgos a la salud respiratoria; el sistema de captación y almacenamiento de agua de lluvia aporta soberanía hídrica a las familias. Esto hace que la vivienda cuente con un sistema de provisión de servicios y aprovechamiento de desechos en ciclos cerrados, lo que contribuye al desarrollo endógeno y sustentable.
Reflexiones finales
Hemos señalado que muchos de los problemas que se identifican en el ámbito de la vivienda tienen un origen estructural e histórico en el modelo económico dominante, que, además de incentivar una producción sin límites, ha implantado comportamientos en la población, sobre todo en el consumo, lo que no resulta sustentable.
También hemos resaltado que el desmedido y acelerado crecimiento de las ciudades ha dependido de sistemas de producción e infraestructura masivos y de gran escala, a diferencia del crecimiento rural, lo cual ha resultado en el aumento de la inequidad entre la población rural y urbana.
Sin embargo, el trabajo de organizaciones de la sociedad civil en las zonas rurales, sumando las prácticas y técnicas tradicionales ancestrales, ha demostrado cómo los sistemas endógenos a pequeñas escalas pueden lograr unidades autosuficientes y sustentables. El motor autogestivo de la población tiene la capacidad de sumar los aprendizajes técnicos apropiados y apropiables que permitan autoproducir sus estructuras de manera más resistente y aumentar su resiliencia para disminuir su vulnerabilidad. La posibilidad de caminar hacia estos nuevos escenarios depende, en buena medida, de la decisión familiar y de pequeños grupos organizados que puedan cambiar patrones de consumo y las escalas de producción, pero no de los grandes tomadores de decisiones; eso ya ha quedado demostrado después de cinco décadas esperando las acciones provenientes de los organismos internacionales y nacionales para combatir los efectos por el cambio climático.
El papel de la sociedad civil y de las organizaciones de base es fundamental para impulsar procesos que comiencen con la resignificación de las identidades que han sido menospreciadas por siglos, sometidas al colonialismo material y epistémico.
En la ENVI 2020 vemos de manera plausible los esfuerzos por incluir poblaciones con características específicas, como es el caso de las personas con discapacidad, que ya están consideradas en la encuesta. Sin embargo, es preciso expandir el horizonte de la diversidad y encontrar indicadores de medición adecuados a las poblaciones indígenas y campesinas, para evitar que estas sigan aumentando su vulnerabilidad en vez de reducirla, al entender y medir las prácticas y tradiciones locales adecuadas a sus contextos.
Asimismo, la manera en que actualmente se mide el bienestar y el desarrollo no contempla ni las diferencias productivas ni de forma de vida entre los entornos rural y urbano, lo que impide entender a profundidad las necesidades de cada contexto. Cabe señalar que, si las zonas rurales crecen como lo han hecho las ciudades, nos enfrentaremos a un problema socioambiental de dimensiones incalculables. Si muchas comunidades y pueblos viven todavía de manera sustentable, si a través de la tecnología hoy sabemos que un bloque de tierra produce 30 veces menos CO2 que uno de concreto, ¿por qué nuestros parámetros de medición se empeñan en concebir el bloque de concreto como un indicador de bienestar? ¿No tendríamos que comenzar a medir también cuánta producción de CO2 proviene de los distintos materiales, formas de producción, abastecimiento y desechos?
Es imprescindible medir aquello que nos conducirá a la supervivencia y comenzar a concebir los entornos urbanos y rurales como un sistema integral e interconectado, pero con características distintas que hay que reconocer y evaluar a partir de parámetros diferenciados.
Notas
1 Cooperación Comunitaria es una asociación civil que tiene como misión contribuir a mejorar las condiciones de habitabilidad de las comunidades rurales en México, al facilitar la autogestión sostenible desde los ámbitos sociocultural, productivo y ambiental-territorial, preservando y recuperando los saberes tradicionales. Desarrolla proyectos en comunidades rurales de los estados de Guerrero, Oaxaca, Hidalgo y Chiapas. Para saber más: www.cooperacioncomunitaria.org
2 Todos aquellos componentes que se encuentran en nuestro hábitat y que aprovechamos para construir, producir o, simplemente, vivir, como el agua, el aire, las plantas y la tierra.
3 Para indicar dicha proporción, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) recaba los datos demográficos brindados por los países de la región, los cuales responden a criterios político-administrativos de definición de las poblaciones urbana y rural utilizados en cada país (s.f.). Por su parte, en México, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía define como rural a aquellas localidades de 2 500 y menos habitantes (González y Larralde, 2013).
4 Para más información sobre el Grupo ETC, visitar el sitio web: https://www.etcgroup. org/es
5 En México solo se reportan como tratados 129 m3/s (57%) de los 212 m3/s de aguas residuales municipales colectadas (Mazari y Noyola, 2018). El 54% de las aguas negras de nuestro país se descarga en ríos o arroyos, mientras que 19% en suelos o barrancas, 6% en canales y 5% en lagos o lagunas (Zúñiga, 2013). Un ejemplo interesante es el mismo Valle de México, donde las aguas residuales se conducen a través del drenaje profundo hasta el río Tula, con un flujo de 250 m3/s y se transportan a cielo abierto hasta la presa Endhó, en el municipio de Tepetitlán. Estas aguas residuales se utilizan para riego agrícola en más de 80 000 hectáreas de cultivos sin ningún tratamiento (Pérez y Ortega, 2019). Este ciclo ha generado un número de casos de amibiasis en las comunidades muy superior a los promedios nacionales, así como casos de malformaciones congénitas e, incluso, cáncer. A este propósito, promover la utilización de ecotecnias como baños secos compostables, captación de agua potable, estufas ahorradoras de leña y compostaje para huertos, no solo aumenta la autosuficiencia de la población rural, sino que beneficia su salud y la restauración ecosistémica. Recientemente, la Comisión Nacional de Vivienda (Conavi) agregó a los requerimientos para las viviendas en zonas rurales el baño seco, reconociendo el grave problema de contaminación de las fuentes hídricas.
6 En Cooperación Comunitaria, A. C., el trabajo integral se refiere a las actividades constructivas, productivas, socioculturales, ambientales y territoriales que se llevan a cabo en la vivienda, solar, comunidad y territorio en las zonas rurales; o en la vivienda, calle, barrio y ciudad en las zonas urbanas; por lo que, cuando nos referimos al hábitat, estamos enfatizando las otras tres escalas territoriales que van más allá de la vivienda y en las que los usuarios también construyen, producen y habitan.
7 En la ENVI 2020, el piso de tierra representa 3.5%, contra 53.2% de concreto y 43.0% de madera, mosaico u otro. Los estados de la república con más porcentaje de pisos de tierra son Guerrero, Oaxaca y Chiapas, con 14% el más alto.
8 Agencia de Cooperación Misereor Hilfswerk, con base en: FAL. e.V., Ganzlin, www.fal-ev.de
9 Diagnósticos de daños y sus causas, realizado por Cooperación Comunitaria, A. C. en la Montaña de Guerrero a 67 viviendas de adobe, después de los huracanes Ingrid y Manuel (2013).
Diagnósticos de daños y sus causas, realizado en ocho municipios del Istmo de Tehuantepec a más de 100 viviendas de adobe, bajareque y ladrillo a tizón y soga, después del sismo de 2017.
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