En este trabajo se propone hacer un recorrido histórico, desde el punto de vista constitucional y legal, de la apropiación, aprovechamiento y uso del suelo —primero rural, y en las últimas décadas con mucho más énfasis en el urbano—, así como repasar la incidencia de su uso para atender la creciente necesidad de vivienda y de otras prestaciones relacionadas que repercuten en la calidad de vida de la población.
En las discusiones del Plan de Ayutla (1854), el legislador potosino Ponciano Arriaga, presidente de la Comisión encargada de formular el Proyecto de Constitución, planteó que el documento a redactar se ocupara del problema de la tierra en México. En sus propias palabras: “Uno de los vicios más arraigados y profundos de que adolece nuestro país, y que debería merecer una atención exclusiva de sus legisladores cuando se trata de nuestro código fundamental, consiste en la monstruosa división de la propiedad territorial” (Tena, 2008). Enseguida, en ese voto particular, propuso: “nosotros censuramos en la actual organización de la propiedad […] el principio, pues, del despotismo ha sido el de la explotación absoluta, tendiendo su fundamento lógico en la ignorancia de las masas, y su base material en la apropiación del suelo” (Tena, 2008).
De este episodio en la historia surgió el largo camino que el país ha recorrido en busca de hacer justicia a las y los mexicanos en la apropiación, aprovechamiento y uso del suelo; primero rural, y en las últimas décadas con mucho más énfasis en el urbano.
Este giro en la atención del problema obedece a la profunda transformación de nuestro país en el ámbito demográfico, el cual inició en la época en la que se discutía el tema —es decir, a mediados del siglo XIX—, y se intensificó en el tránsito hacia principios del XX.
La Reforma Agraria fue preponderante en las discusiones en torno de la Constitución de 1917. Recordemos que, en el Plan de Ayala, lanzado por Emiliano Zapata en 1911, se hizo la proclama base de la lucha agraria: “la tierra debe ser del que la trabaja”. En esa época histórica, la población del país era mayoritariamente rural y eso explicaba que el Constituyente se ocupara de ese tema fundamental.
Desde ese entonces, el carácter rural del paisaje y de los habitantes mexicanos predominó hasta el censo de 1970; año en que, por primera vez, la población urbana se muestra como mayoritaria, provocando, de nuevo, reformas a la Constitución para sentar las bases del nuevo derecho urbano, que hasta entonces había sido competencia de las autoridades estatales y municipales.
A partir de la expedición de las leyes nacional y estatales de desarrollo urbano o de asentamientos humanos, el tema del ordenamiento territorial y la gestión del suelo ascendió a nivel de importancia nacional.
La ley de amortización de los bienes del clero
En la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, expedida el 26 de agosto de 1789, en su último artículo establece: “La propiedad, siendo un derecho inviolable y sagrado, no puede ser privado a nadie (nul ne peut en etre privé) si una necesidad pública, legalmente comprobada lo exige evidentemente, y bajo la condición de una justa y previa indemnización” (Godechot, 1995).
De esa consideración constitucional, el derecho de propiedad pasó al Código Civil de los franceses (Código de Napoleón), expedido el 21 de marzo de 1804. Por otra parte, en el Título II De la Propiedad del artículo 544 se estableció: “La propiedad es el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta, con tal de que no se haga de esta un uso de manera prohibida por las leyes o por los reglamentos” (Code Civil Français, 2004).
Contrario al caso galo, la Constitución mexicana de 1824 —la primera después de la declaración de Independencia en 1821— no tenía un apartado dedicado a los derechos humanos. Solo señalaba a algunos, dispersos en el texto. Entre estos no se encontraba nada respecto del derecho de propiedad. Sin embargo, en la Constitución del liberalismo mexicano de mediados del siglo XIX se incluyó una protección semejante a la de la Declaración francesa de 1789. Se trata de la Constitución de 1857, a cuyo Título I, Sección I, se le denominó: De los derechos del hombre. En el artículo 27 de dicha sección se estableció que: “la propiedad de las personas no puede ser ocupada sin su consentimiento, sino por causa de utilidad pública y previa indemnización. La ley determinará la autoridad que deba hacer la expropiación y los requisitos con que haya de verificarse […] Ninguna corporación civil o eclesiástica (sic), cualquiera que sea su carácter, denominación u objeto, tendrá capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar por sí bienes raíces con la única excepción de los edificios destinados inmediata y directamente al servicio u objeto de la institución” (Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos [CPEUM], 1857).
Como vemos, este ordenamiento va mucho más allá que el del derecho francés. Señala, por un lado, condiciones de la tierra para poder ser ocupada (por expropiación previa indemnización); por el otro, establece limitaciones expresas a corporaciones civiles y eclesiásticas para poder adquirir o administrar inmuebles, salvo los necesarios para su objeto.
La expedición de esta Constitución provocó que los grupos conservadores y la Iglesia —de una forma disimulada— trataran de forzar a Ignacio Comonfort, el expedidor de dicho documento —y quien pasó de presidente sustituto a constitucional—, para que se declarara contra ella. Al no poder soportar las oposiciones a la Carta Fundamental, Comonfort decidió adherirse al Plan de Tacubaya (1857) y pronunciar la frase “acabo de cambiar mis títulos legales de presidente, por los de un miserable revolucionario” (Tena, 2008).
La historia nos revela que la Iglesia católica poseía en aquella época una porción gigantesca de las tierras del país. La mayor parte estando en estado inculto, lo que significaba la exclusión de la gran mayoría de la población de los beneficios de estas posesiones eclesiásticas. Ante esta situación, y tras la expedición de la Carta Fundamental de 1857, además del triunfo de la Reforma, en enero de 1861 llegó Benito Juárez a la Ciudad de México. Antes de ello, estando refugiado en Veracruz, se vio presionado por su gabinete a la expedición de las llamadas Leyes de Reforma.
Para abreviar espacio, me remitiré a los artículos de este manifiesto que tienen relación con el objeto de este trabajo, que es lo relativo a la tenencia de la tierra en el país, fuente de siglos de conflictos.
En el artículo 4 se señalaba: “Declarar que han sido y son propiedad de la nación todos los bienes que hoy administra el clero secular y regular, con diversos títulos, así como el excedente que tengan los conventos de monjas, deduciendo el monto de su valor títulos de la deuda pública y de capitalización de empleos” (Tena, 2008).
El 12 de junio de 1859 se expidió la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos, que en su primer considerando, de acuerdo con Tena (2008), se señalaba que el principal motivo de la Guerra de los Tres Años (1857-1861), promovida y sostenida por el clero, era conseguir sustraerse de la dependencia de la autoridad civil.
En los primeros artículos de dicha ley se plasma el decreto de esta nacionalización:
Artículo 1.- Entran al dominio de la nación todos los bienes que el clero secular y regular ha estado administrando con diversos títulos, sea cual fuera la clase de predios, derechos y acciones en que consistían, el nombre o denominación que hayan tenido.
Artículo 2.- Una ley especial determinará la manera y forma de hacer ingresar al tesoro de la nación todos los bienes de que trata el artículo anterior.
La concentración de la propiedad en México continúa vigente. Como resultado, los grandes problemas urbanos superan hoy a los agrarios: continúa la alta concentración de la tierra en pocas manos; antes la rural, ahora la urbana.
Como antecedente de esta ley se debe citar el voto particular de Ponciano Arriaga en los debates de la Constitución de 1857. En dicho documento, Arriaga se declaraba amigo de la propiedad privada, pero señalaba que era necesario que se confirmara este derecho por el trabajo de las mismas tierras. Con un radicalismo no visto en esa época, Arriaga expresó su preocupación por la “monstruosa división de la propiedad territorial”. Añadió que, “mientras pocos individuos están en posesión de inmensos e incultos terrenos, que podrían dar sustento para muchos millones de hombres, un pueblo numeroso, crecida mayoría de ciudadanos, gime en la más horrenda pobreza, sin propiedad, sin hogar, sin industria y trabajo” (Tena, 2008).
Este voto lo condujo a proponer una ley para atacar ese problema. Las proposiciones fueron las siguientes:
“El derecho de propiedad consiste en la ocupación o posesión, teniendo los requisitos legales, pero no se declara, confirma y perfecciona, sino por medio del trabajo y la producción” (Tena, 2008). Otras reglas limitaban la extensión de la propiedad que podía poseer un individuo para ser perfectos propietarios.
Otras medidas propuestas eran, sin duda premonitoriamente, el reparto de las tierras excedentes sobre “15 leguas incultas y cercanas a rancherías, congregaciones o pueblos que, a juicio de la administración federal, carezcan de terrenos […] tendrá el deber de proporcionar lo suficiente para pastos, montes o cultivos” (Tena, 2008).
Lo relevante de este documento, con fecha de 1856, es que, más tarde, en la redacción del artículo 27 en la Constitución de 1917, en su fracción VIII, se señala: “Se declaran nulas todas las enajenaciones de tierras, aguas y montes pertenecientes a los pueblos, rancherías, congregaciones o comunidades hechas por los jefes políticos, gobernadores de los Estados, o por cualquier autoridad local en contravención a lo dispuesto en la ley del 25 de junio de 1856 y disposiciones relativas” (Tena, 2008).
Esta disposición del artículo 27 apareció en la discusión sostenida durante las últimas sesiones del Congreso Constituyente. En el Diario de los debates, en dichas fechas se encuentra una amplia discusión sobre el tema, pero de esa en particular no se desprende que el gobierno mexicano haya declarado nula ninguna de las afectaciones y despojos contra esos pueblos o comunidades.
El artículo 27 en el Constituyente de 1917
La incorporación de la figura jurídica de la propiedad originaria provocó airadas reacciones. La preocupación central era por parte de las empresas extranjeras que veían amenazadas sus inversiones, sobre todo en minería y petróleo.
La fracción VIII del artículo 27 fue objeto de amplio debate en ese Constituyente, y a la fecha mantiene la redacción original, a pesar de que dicho artículo ha sido objeto de varias reformas a lo largo de los 104 años que tiene en vigencia.
Sin embargo, las primeras reformas a ese artículo tuvieron, por lo general, la intención de regular y modificar la propiedad agraria. La preocupación era la Reforma Agraria, que importaba en un país eminentemente rural.
La reforma de 1972 y la creación del Infonavit
A partir del censo de 1970, México dejó, para siempre, la condición de “país de mayoría poblacional rural” para ser predominante urbano. Esta condición se ha agudizado debido al rápido crecimiento de las poblaciones urbanas.
Unos datos que nos permiten dimensionar este fenómeno, según Garza (2010):
en 1970, México tenía una población total de 48.2 millones, de los cuales 22.7 eran urbanos (aquellos que vivían en localidades de 15 000 o más habitantes), lo que implica un grado de urbanización de 47.1 % (porcentaje de la población de las ciudades respecto al total). Este año, por ende, 52.9 % de la población mexicana vivía en el sector rural.
En este trabajo, Garza señala que el grado de urbanización para 1990 había crecido y el sistema de ciudades en México se elevó a 63.4 %, consolidando la importancia del creciente sector urbano nacional. Ni siquiera en la década de 1980 —la llamada “década perdida”— se frenó este proceso, lo que demuestra que son las diferentes condiciones de vida ciudad-campo, las que determinan el flujo de la población campo-ciudad.
En esa década, México apareció como el país del mundo con un crecimiento poblacional superior al 3.5 anual. Un estudio del Centro de Estudios Económicos y Democráficos de El Colegio de México (como se citó en Medina, 1995) pronosticaba, en la década de 1960, que, en los siguientes 20 años, la población del país se duplicaría. En efecto, eso sucedió, desatando un alud de demandas para satisfacer las necesidades de la creciente población urbana.
En medio de este proceso de crecimiento demográfico surgió la iniciativa de atacar el problema de la vivienda urbana con la creación del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit). La iniciativa del presidente Luis Echeverría llegó a la Cámara de Diputados el 22 de diciembre de 1972.
En la Constitución de 1917, en el artículo 123, fracción XII, la redacción original era la siguiente: “En toda negociación agrícola, industrial, minera o cualquier otra clase de trabajadores, los patronos estarán obligados a proporcionar a los trabajadores habitaciones cómodas e higiénicas por las que podrán cobrar rentas que no excederán del medio por ciento mensual del valor catastral de las mismas” (Tena, 2008).
La iniciativa del presidente Echeverría proponía la adición a la misma fracción XII del artículo 123, que decía: “Se considera de utilidad social la expedición de una ley para la creación de un organismo integrado por representantes del gobierno federal, de los trabajadores y de los patrones que administre los recursos del Fondo Nacional de Vivienda. Dicha ley regulará las formas y procedimientos conforme a los cuales los trabajadores podrán adquirir en propiedad las habitaciones antes mencionadas” (CPEUM, 1972).
Es necesario señalar que esa disposición constitucional no tuvo eficacia jurídica. La primera ley laboral fue expedida en 1930 y ahí no se señalaron las reglas para ejercer ese derecho social.
En la segunda legislación laboral, de 1970, en el artículo 136, capítulo III, se identificaron a algunos patrones a los que se les obligaba a cumplir con esa determinación constitucional. Estas eran las empresas que tuvieran más de 100 trabajadores y las que estaban ubicadas a más de 3 kilómetros de los centros de población. Ello excluía del derecho a la gran mayoría de la clase trabajadora (Tena, 2008).
Quizás ese fue un anticipo de la reforma más amplia en el tema del desarrollo urbano en el país, y, de alguna forma, de la búsqueda de una justicia para las y los más desposeídos desde siempre. Sin embargo, también desató la concentración de la tierra urbana en pocas manos, o de empresas que se vieron beneficiadas con la creciente demanda, lo que significó el otorgamiento de créditos a millones de trabajadores.
El saldo final puede ser interpretado como una “victoria” para las empresas desarrolladores, más beneficiosa para ellas que para los trabajadores. Por desgracia, esta situación prevalece en el país.
La creación del derecho a la vivienda
Después de la fundación del Infonavit, y con la convicción de que esa institución era insuficiente para atender el problema de la vivienda en el país (a razón de que se limitaba a otorgársela solo a los trabajadores con una relación laboral formal, en los términos del artículo 123), al inicio del sexenio delamadridista, el Ejecutivo envió al Congreso una iniciativa de adición al artículo 4 constitucional con el objeto de atender la demanda de los trabajadores autoempleados o del sector informal.
Esta consistió en añadir un nuevo derecho social: el derecho a la vivienda. “Toda familia tiene derecho a disfrutar de una vivienda digna y decorosa. La ley establecerá los instrumentos y apoyos necesarios a fin de alcanzar tal objetivo”.
La refoma se publicó en el Diario Oficial de la Federación, el 7 de febrero de 1983.
La reforma de 1976 en materia de desarrollo urbano
Este acelerado proceso de urbanización pudo haber sido la razón que impulsó al Ejecutivo federal a crear algunas dependencias administrativas para la atención del desarrollo regional y urbano y también a nivel de subsecretarías.
Sin duda, la creación del Infonavit fue uno de los motivos que empujó la propuesta de reforma urbana, que fue presentada en el último año de la gestión de Luis Echeverría Álvarez. Se publicó el 6 de febrero de 1976 y entró en vigor al día siguiente. Esta consistió en adiciones a los artículos 27, 73 y 115. En estos aparecen, por vez primera en la Carta de Querétaro, algunos artículos que tienen por objeto “la regulación ordenada de los asentamientos humanos, estableciendo la concurrencia de los tres órdenes de gobierno en esta materia […] Esa reforma pretendía también, en materia de reforma agraria, la explotación colectiva del ejido, en lugar de la explotación individual que venían realizando los ejidatarios del país” (Gutiérrez, 2019).
La adición al artículo 27 fue la siguiente:
lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana. En consecuencia, se dictarán las medidas para ordenar los asentamientos humanos y establecer adecuadas provisiones de usos, reservas y destinos de tierras, aguas y bosques a efecto de planear y regular la fundación, conservación, mejoramiento y crecimiento de los centros de población (CPEUM, 1976).
En cuanto a los aspectos legislativos secundarios, se reformó el artículo 73 en su fracción XXIX inciso C, que señala las facultades del Congreso, para añadir lo siguiente:
Es facultad del Congreso […] expedir las leyes que establezcan la adecuada concurrencia de las entidades federativas, de los municipios, y de la propia Federación, en el ámbito de sus respectivas competencias, en materia asentamientos humanos, con el objeto de cumplir los fines previstos en el párrafo tercero del artículo 27 y de conformidad con las fracciones IV y V del artículo 115 de esta Constitución (CPEUM, 1976).
Por último, se añadieron las fracciones IV y V en el artículo 115.
Fracción IV.- Los Estados y Municipios, en el ámbito de sus competencias, y para los efectos del párrafo tercero del artículo 27 de esta Constitución en lo que se refiere a los centros urbanos, expedirán las leyes, reglamentos y las disposiciones administrativas que correspondan a la observancia de la ley de la materia, y Fracción V.- Cuando dos o más centros urbanos situados en territorios municipales de dos o más entidades federativas […] [Esta fracción se refiere al fenómeno de la conurbación, que, como sabemos, no ha dejado de crecer] (CPEUM, 1976).
Estas reformas forzaron la expedición de múltiples leyes, reglamentos y disposiciones administrativas de carácter general, en los ámbitos federal, estatales y municipales.
De esa reforma a la fecha, las normas jurídicas de esos ámbitos de gobierno se han multiplicado por centenas, por no decir miles, esto en perjuicio de los programas, privados, y, sobre todo, sociales de política urbanística.
La reforma al artículo 27 que permitió privatizar ejidos
En 1992, cuando ya la población era mayoritariamente urbana y la producción agrícola no paraba de decrecer, en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se aprobó una reforma constitucional que tuvo un amplio impacto en el proceso de urbanización y crecimiento en los centros de población. Me refiero a la reforma que suprimió del artículo 27 las fracciones de la X a la XIV, que regulaban el proceso de demanda para la dotación o restitución de tierras ejidales.
Estas reglas habían sido incluidas en el texto de la Constitución en la reforma al artículo 27, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 10 de enero de 1934. Es necesario señalar que esa reforma derogó la ley del 6 de enero de 1915, expedida entonces por Venustiano Carranza, antes de la aprobación de la propia Constitución.
En esa reforma se dejó ver la intención del general Lázaro Cárdenas, quien ya en el poder (1934-1940) impulsó la reforma agraria con los instrumentos legales que se expidieron como legislación secundaria, en particular la Ley Agraria, y se crearon los órganos respectivos para ese efecto.
Salinas de Gortari, al proponer la supresión de esas fracciones, desaparecía —¿para siempre?— la posibilidad de repartir más tierra. En la misma reforma, en la legislación agraria se definió la posibilidad de que los ejidos existentes pudieran dar por concluido el régimen ejidal y, en ese caso, la propiedad antes ejidal pasaría a la categoría de privada.
Este proceso aceleró en gran medida el crecimiento urbano o, mejor expresado, la especulación de tierras de reciente incorporación a las zonas urbanas.
La mejor parte de este nuevo negocio se la llevaron las empresas desarrolladoras de vivienda popular. Eso no obstante el derecho de los antiguos ejidatarios para poseerlas ellos mismos y también el derecho de preferencia que la Ley Agraria referida señalaba en beneficio de los gobiernos locales o municipales, para el desarrollo de fraccionamientos de beneficio para las clases populares que no tienen fácil acceso a la adquisición de un pedazo de tierra para construir su vivienda.
Esta reforma provocó, además, el crecimiento de la precariedad urbana, dado que las tierras recién liberadas del régimen ejidal carecían de los más elementales servicios para su urbanización.
Es notorio que la especulación de que fueron objeto esas tierras agudizó la ampliación de las zonas metropolitanas, las cuales ya de por sí no cesaban de crecer, como lo demuestra Garza (2010) en el estudio referido arriba.
La reforma a la Ley de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbanos
Ante el desorden que prevalece en esta materia, en parte por la dispersión legislativa entre los órdenes federal, estatal y municipal, recientemente se expidió la ley arriba señalada (DOF, 28 de noviembre de 2016), que se propone como objeto la regulación o la intervención de manera más decidida por parte de las instancias federales en busca de reorientar el uso del suelo urbano.
Ante la creciente precarización de las zonas urbanas marginadas y la falta de provisión de servicios básicos a gran parte de la población, en esta ley se refuerza la intervención del gobierno federal en la conducción de los procesos de reordenamiento territorial y desarrollo urbano.
Se busca, en primer lugar, la redensificación de las zonas urbanas del país. Es un hecho comprobado que el crecimiento de las manchas urbanas de las ciudades es mucho mayor que la población que se asienta en ellas. Con esto, las ciudades se vuelven más extendidas, tanto, que es imposible la movilidad urbana, la provisión de agua, el transporte y la vivienda digna.
Reflexiones finales
El tema de la posesión y tenencia de la tierra —y en particular el uso del suelo— ha sido y sigue siendo uno de los grandes problemas del país. El recorrido histórico-jurídico que aquí se presenta permite concluir que la tenencia del suelo y su uso han sido preocupación desde hace más de dos siglos. No obstante, la alerta lanzada por Ponciano Arriaga desde 1856 sobre la concentración de la propiedad en México continúa vigente. Como resultado —lamentable, por cierto—, los grandes problemas urbanos superan hoy a los agrarios: continúa la alta concentración de la tierra en pocas manos; antes la tierra rural, y ahora la urbana.
Ni siquiera la privatización de los ejidos urbanos sirvió para atenuar ese problema, a pesar de que la Ley Agraria señala el derecho de preferencia de los gobiernos locales para ejercerlo en beneficio de los más pobres. Una nueva clase de empresarios inmobiliarios fue beneficiada por ese proceso. Mientras que la inflación general en la economía disminuía, en el sector vivienda se dio un crecimiento de los precios; así, al tiempo que los salarios perdían poder adquisitivo, las viviendas se “encogieron”.
El problema urbano, con todas sus aristas y complejidades, debe ser objeto de mayor atención por parte de las autoridades de los tres órdenes de gobierno. Sin embargo, y por ahora, los ayuntamientos son los facultados para la gestión de la mayor parte de los trámites relativos al uso del suelo urbano. Por desgracia, en muchos casos los desarrolladores de vivienda ejercen una influencia desmedida sobre las autoridades municipales, lo que hace que se impongan los intereses legítimos como empresarios, sobre el interés colectivo.
Lejos de resolverse el problema, en el caso de la mayoría de la población sigue siendo una asignatura pendiente cumplir lo dispuesto en el artículo 4 constitucional: “toda familia tiene derecho a disfrutar de una vivienda digna y decorosa”. Desde las décadas en que se iniciaron los programas de vivienda popular, los esfuerzos de muchas generaciones de personas no han sido suficientes para lograr el cumplimento de ese objetivo fundamental.
Referencias
Aguilar Rivera, J. A. (ed.) (2017). El derecho de propiedad y la Constitución mexicana de 1917. Fondo de Cultura Económica-CIDE-Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Arriaga, P. (1856). La Propiedad. Voto particular de Ponciano Arriaga ante el Constituyente. Ver fuente
Code Civil de Français. Bicentenaire. 1804-2004 (Francia).
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1857
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917.
Garza, G. (2010). La transformación urbana de México, 1970-2020. En G. Garza y Martha S., Los grandes problemas de México (Primera edición. Tomo II Desarrollo Urbano y Regional). El Colegio de México.
Godechot, J.-F., Hervé (1995). Les Constitutions de la France dépuis 1789. GF Flammarion Paris.
Gutiérrez Salazar, S. E. (2019). La Constitución mexicana. 100 años en construcción. Fontamara.
Ley Federal del Trabajo. 1 de abril de 1970. DOF 01-04-1970.
Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos, 1959.
Ley General de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano. 28 de noviembre de 2016. DOF 28-11-2016.
Medina Peña, L. (1995). Hacia el nuevo Estado (Segunda edición). Fondo de Cultura Económica.
Tena Ramírez, F. (2008). Leyes fundamentales de México (XXV Edición). Porrúa.
Notas
- 1 Este proyecto puede ser consultado en el sitio web: https://decideyconstruye.gob.mx